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y llamaré la sequía sobre esta tierra y sobre los montes y
sobre el trigo y sobre el aceite y sobre cuanto produce la tierra y
sobre los hombres y sobre las bestias y sobre todo trabajo de vuestras manos. (Ageo.
1:11) Aquí
no puede uno ni pararse, ni acostarse, ni sentarse. No hay ni silencio siquiera
en las montañas Sino el seco estéril trueno sin lluvia. No
hay ni soledad siquiera en las montañas, Sino ceñudos rostros
rojos que gruñen entre dientes Desde los umbrales de casas de tierra
apisonada. Si hubiese agua... (T.
S. Eliot. La tierra baldía) Díme
sequía, piedra pulida por el tiempo sin dientes, por el hambre sin
dientes, polvo molido por dientes que son siglos, por siglos que son
hambres, díme cántaro roto caído en el polvo, díme
¿la luz nace frotando hueso contra hueso, hombre contra hombre, hambre
contra hambre, hasta que surja al fin la chispa, el grito, la palabra,
hasta que brote al fin el agua y crezca el árbol de anchas hojas de
turquesa? (Octavio Paz. El cántaro roto)
El
viento que viene y el viento que va no son nada, en realidad, del tiempo.
El tiempo en otro sitio donde el hombre, capaz de su destino, trazó el aire,
el arma de sus sueños, y la tierra labró para guardarse en ella.
Esto fue en el terreno de los hombres. Una ciudad allí cumplió la vida
si en grandeza se quiere más arriba de los propicios cielos fulgurantes
donde el dominio de los dioses todos hizo imperios, circunvaló las sienes
de las colinas, encontró las leyes, convivió con lo humano dando aliento
sin para a la victoria. Esa
colina es hija de los nobles pensamientos del dios. Y si miramos desde
la cumbre del año más alto vemos la loba alimentando a Rómulo y la ciudad
que fue surgiendo al mundo coronada de hazañas y de templos. El Palatino,
cierto, es diferente. Toda la historia cabe en la mirada y las ruinas
así nos lo demuestran. De modo que podemos ver las piedras puntualmente
ordenadas por Augusto quien también entendió que los poetas eran la gloria
y prez de su gobierno, fue amigo de Virgilio, el que hizo cantos a la
reforma agraria: otra no es la intención de la Geórgicas en donde están
aún los surcos frescos y los trigos germinan todavía, y en donde están
medidas las cosechas, la necesaria fuerza para el brazo que lanza la semilla,
la propiedad, la ley de los viñedos para que el vino estalle como luz,
embriague como luz aunque su llama sea roja. Y por ahí también anduvo Horacio,
dominador de numerosos metro, que afiló como a un hacha el epigrama y
cultivó palabras como nadie. El
Palatino está dentro del tiempo. Su mole es como un puño alzado al cielo
en su ruina imprecando por los días antiguos. El tramonto le golpea su
soberbia, y su piel, presa de luz se incendia cada tarde en el crepúsculo.
Aquí el asunto es muy distinto. Una que otra columna, cauces solos,
tierra como de sol sin sombra, sombras como ascuas: los árboles no existen.
Sólo sed y un pueblo que da vueltas a la plaza para ir hasta el cementerio
o hasta río sin agua. Del otro lado una muralla con cruz, y del otro también,
con cruces donde la muerte sueña con los muertos. El viento que viene
y el que va saben algo de todo esto: el tiempo, nó. El tiempo está en
Sumeria, en Babilonia, en Tebas, en Nínive, en Egipto, en Creta, en el
Partenón, en los museos, en Jenofonte, en los muros, en las ideas, en la política:
huesos de la civilización. Aquí hay un reino de tierra y arenisca
maravillosamente sediento. Tampoco es esto Xochimilco, Chichen-Izá
o Machu Pichu, ni la obra de los antiguos nativos de nuestro continente porque
una piedra bajo el sol es como un cuervo en llamas. Su piel contiene apenas
la soledad necesaria para el odio. En su ley nada la conmueve: ni el dominio
igual que su baldón de impotencia, ni la ignominia de saberse sin rostro,
resuelta en el orgullo. Pero no es la derrota. Todo lo contrario es el
viento: lo mezquino es el cuervo, porque el cuervo es una hoguera negra.
Una piedra es ascuas bajo el sol: el fuego en su piel es el castigo.
Acaso la sombra transitoria del cuervo pueda hacerse solaz o carne de los
dioses. Pero, adentro, reside la batalla. ¿Quién puede pensar que en
su interior algún animal petrificado hunda sus pezuñas atravesando la
tierra? Encallada, muchas veces en la cima de un monte, aparece
grandiosa en su caudal de templo: el músculo amputado al dios, el gesto
de un rostro desaparecido, la huella de un pie gigantesco, el pensamiento
redondo, el labio que exige sacrificios, el falo soberbio de las vírgenes
que bajan de una lúbrica estrella, el cuenco de la mano, la macana, la mueca,
el pánico, el odio... ¡Ahora viene el hombre caminando! El hombre
sellado como una piedra. La inscripción a cincel fue deslabrada y un borrón
por nombre conmemora su libertad. Si su silencio se midiera en islas
habría mar. Por eso la ceniza en la frente es camino para continuar. El
tiempo nada más en la piel del estoraque, el tiempo como un perro que nunca
llega al hueso, el tiempo ladrando como perro, como un perro derrotado
por los sueños. En la superficie el tiempo: Heráclito el Oscuro hubiera
aquí encontrado que su río es la sed, hubiese aquí encontrado que es mejor
el limo que los días, el cristal que las imágenes, la rueda del molino igual
agua. Aquí las ruinas no están quietas el viento las modela. Por
ejemplo lo que antes era escombro de palacio lo convirtió en estatua la
erosión y lo que fue la sombra de la torre es ahora la sombra del chalán.
Ese bote de lanza del jinete contra algo inexistente, ese ademán
de contienda en esos ojos sin sueño, ese violento paso del caballo detenido
por siempre, ese color, fueron antes las bases de algún templo, el comienzo
de algún arco, el fin de tanta fe entregada a un dios terrible.
Hoy
es un rostro, máscara mañana, sueño primero, luego ni recuerdo, columna
ardiendo en el viento en llamas, tórridas manos sobre la garganta del
caballero ecuestre, río, ríos de sombra al rojo blanco dominando aquello
que existencia fue sin duda. En esta sucesión que nadie nota algo
que no se mueve ni transforma, algo quieto a pesar de tanto caos, algo
que permanece sinembargo aunque desaparezcan estoraques y nazcan otros,
aunque aquellos bosques de serpientes de pie como escuchando la flauta
del encanto comprendieran que nunca han existido. Pero es que aquí,
también, todo se queda. Es que acaso ¿razón tenía Parménides? En fundamento
todo permanece, los elementos son iguales siempre y la materia siempre
es inmutable, inmóvil es el ser no se mueve (ser y pensar son una cosa
misma) y todo esto que vemos y sentimos es no más que un asunto incomprensible.
No más que la alta hoguera de la estrella sobre este mundo. Nada más
que el sueño se pronto convertido en nada. Nada distinto al propio
fuego en que se incendia ebria, la luz, muy dentro de la tierra o encima
de la lámpara que lleva todo nombre encendido. El estoraque siempre
tiene las luces apagadas. Al polvo nada vuelve, todo queda delante
de los ojos y las manos sin poder escoger huellas de arena, sin poder
encontrar en tanta forma cosa distinta de nuestro fracaso. Por esto
Gorgias, Gorgias, yo te veo. En la verdad te vi, en lo incomprensible
después de preguntar qué significan esta vida, estos monstruos, estos sueños.
En llamas la ciudad y ardiente el viento recorre enloquecido los recintos,
casas de citas, antiguos almacenes de amor, fuego encendido, turbio
fuego que a los seres abrasa frente a frente a la muerte. ¡Si fuese
por lo menos el fin, si por lo menos el comienzo! Quiere quitarse llamas
de la espalda el viento. En la ciudad deshabitada devastador ejército
entra a saco: aquí viola un recuerdo, allí un sueño y más allá el estupro
se convierte en amo; dardos rompen el silencio y cada sombra herida
se hace grito porque no hay sino sombras poseídas por el viento, el que
viene y el que va, que nunca tiene paz, nunca sosiego. La luz hierra
los ojos como a un toro, mueve entre brasas el herrete y marca sin piedad
en el monte un estoraque: su cuño al rojo blanco cumple un fuego lo que
el destino castigó sin nombre, sin consideración con esta tierra para
humillar al hombre que trabaja el suelo y su existencia como nadie.
No hay mineral oculto en sus raíces ni la vegetación sobre su lomo, no
hay árbol ni camino ni labranzas y ni siquiera estrellas en lo alto: huyó
hasta el trueno, el rayo y el relámpago. Nada queda de todo, todo es nada.
No se puede sentir la realidad sino en los sueños. Tanto viaje humano
hasta el fondo del alma para verse después de tanta huella igual que antes.
Sopla el viento la vida, la dirige hasta la tierra, si, hasta la honda
tierra donde los muertos tienen la mirada exactamente igual a la de muertos.
Hay que empezar a interpretar los actos que nunca realizaron cuando vivos
y sus pasiones hoy desmoronadas Igual que los amores repartidos en tanto
lecho muerto, en tanto vientre hueco, en tanto vacío, en tanta nada.
Aquí los muertos que sembraron sólo para dejarlos solos con sus muertos
se cansaron de estar muriendo muertos y empezaron sus uñas a arañar la
dura tierra que les vino encima. El trabajo empezó cuando su reino prolongose
debajo de los montes luchando por el agua que bebieron Hasta impedir que
la humedad se fuera por las hondas raíces de las hojas a conocer los aires
y los cielos. Después
se dieron cuenta de que el agua no existe: una mentira del tamaño de
un río es comparable con la vida, que tampoco existió. No hay sino sed.
Lo que existe es la sed y el resto es nada. Hicieron
los hombres el tiempo para darle nombre a cosas de las que poco sabían:
la vida, el amor y la muerte y el destino de conocer que los actos son
las huellas, los huesos, la piel, la conciencia.
Fue antes la montaña orgullo de la cordillera; en su lomo retumbaban
los relámpagos como una crin de bronce en la nuca de un caballo. |
El
llano bebió el agua en la montaña Y entonces, de un tajo, le cayó la sed:
fue un látigo con sevicia concebido: las raíces se pudrieron y una lepra
roedora de piedras, amedrentó los fósiles
que
dormían: a ellos también, a latigazos, se les volvió al polvo y solamente
algo del olvido se escucha entre su sombra. Antes la montaña invocaba
la lluvia pidiendo pan para su cuerpo estéril, semen para su vientre,
pero implacable el cielo la condenó a su suerte: hasta el propio cauce se
bebió su río. Primero fueron grietas, luego cayeron corredores, pasillos,
túneles se abrieron y un arado feroz tirado por dos bueyes vengativos
la tierra roturó en laberintos. Luego comenzó la guerra de las cosas:
chispas no sacaban las armas sino tierra; las espadas, como labios, se rajaron
de sed contra relámpagos de sequía, contra la bota implacable
que caía, pero nunca la tregua. Fue la cal contra el aire, el bario contra
el infinito, galope de tierra contra muros invisibles, la desesperación
contra las estrellas; pájaros que hacían las veces de flechas y los árboles
de arcos; plumas semejantes a las sombras, antorchas, danzas luchando
con innumerables pies; hormigas, larvas, átomos contra energía y la gran
diversidad de las especies esperando respirar aire de llamas.
La montaña en pedazos, cayó por fin vencida. Una ciudad creció en testimonio
de batalla. El viento se encargó de fabricar el orgullo de la derrota.
Rotos por el destino, los castillos están despedazados: de las torres
solamente el fundamento y las columnas despavoridas tiemblan en la noche.
Tienen el eco muerto los grandes aldabones y las calles sin nombre caminan
torpemente. Altas eran las flechas que culminaban la ojiva y más altas
las frentes de sus habitantes. Las
fuentes y los jardines, las alcobas por el amor cohabitadas, los vientres
sembrados clandestinamente y las generaciones que apretaron su sed bajo
tierra para seguir muriendo a gritos ¿Dónde se encuentran? ¿Dónde esta
civilización inexistente? El viento que viene y va sopla en la tarde
atravesado por la luz de mayo; viene cantando de otras partes, canta como
si no volase por el mundo. El viento suena, suena el viento. El viento
suena y en su frente el tiempo, el tiempo de mañana, el de hoy que es
el de ayer: de siempre. El viento en la ciudad, campana de tiempo en el
pasado, a fuego
lento el badajo, a pleno sol el
son por calles en derrota. Se
oye el rumor de muchos mundos, de hombres que mueven sin sentido los pasos,
de huellas que cargan
peso de cuerpos sin destino; se puede ver cómo ellos viven, cómo pasan
bajo las luces de neón, cómo se transforman de sombras iguales a sombras
iguales y a sombras de sombra. Ahora un grito en la noche: lamento
mecánico sube miedo, edificios arriba hasta el alma, hasta el último piso
donde el viento y pavor lo arrastran por ventanas, tejados, patios, cortinas,
muebles, huesos, nervios; la sirena se mete dentro, pasa veloz como sospecha
inquietando, metiendo el dedo en la conciencia y cada vez que suena llega
hasta la boca sabor de culpa porque todos en la ciudad son los culpables:
por quien inquiere la sirena con ojos de luz intermitente y los demás,
los que la escuchan. La
sirena persigue, clama, es el anuncio de peligro, es la voz de la soledad,
la flor de la angustia, palabra igual en todos los idiomas de la miseria,
enfermedad, del crimen. Sobre un puente del río Main está pasando
una gaviota, negra es el agua y blanco el barco también de nombre La
Gaviota. Seguramente por allí debió pasar cantando el río.
Y eso, que parece un castillo sobre el muñón de los peñascos ¿no
es el de Heidelberg? Detrás ¿no estarán los muros de Córdoba? y
¿no será una de aquellas la Torre de San Juan Abad? Una campana
entre ruinas se revuelve en los campanarios, como un caballo entre las
llamas, anunciando, sí, delirando en pánico de bombardeo, al borde
de la misma muerte tal relincho de fuego, como feroz algara destruyendo.
allí está la Gedächtniskirche que todavía es una llaga de aquel Berlín
bajo las bombas. Eso que parece una calle es el antiguo cauce del
Támesis, modesto río que cruzó una ciudad de nombre Londres.
Nada en las ruinas tiene nombre. Un árbol hubo aquí,
¿fue acaso aquel maldito de Hiroshima, monstruoso hijo del de la horca?
Será que aquí, en los Estoraques, ¿queda el lugar de punición de las ciudades
desaparecidas? Ese mundo que se extinguió tenía así que consumirse
porque al hombre le destruyeron todo aquello que poseía: la voluntad,
la fe, el esfuerzo de ser como su fantasía y solamente le dejaron
la razón sobre su cabeza. El viento suena, suena el viento. El viento
suena y la erosión golpea en los ojos del tiempo que aquí nunca vieron
ciudades sino a los árboles de arena. Lejano todo, los países
extinguidos, el mismo tiempo; lejano el día del exilio como los pies sobre
las uvas cuando se bebe el vino. Lejos del por qué que nunca se
supo, del cuando, del ayer, del viento. Si la peligrosa costumbre
de vivir sin destino, si el descargar las propias culpas nada más
que sobre los actos, si tanta nada descubrimos y en tanta nada nos hallamos
¿en dónde poder encontrar lo verdadero? Aquí
ya sucedió el juicio final. lo demás son huellas, son restos, testigos
de lenguas cortadas por las espadas de los ángeles. Más aquello es
otra cosa: para nada cuenta el tiempo. El hombre nunca estuvo, pero
están sus sueños. ¿A dónde va la luz? ¿A dónde el viento? La ciudad
seguramente estaba amurallada. Pero ¿quién hizo sus murallas? Aquí el
muñón de los castillos. Mas la torre ¿de qué se defendía? ¿Qué fue lo
que pasó? ¿Por qué esta ciudad es una tumba? Dos columnas anuncian
su reino. Por la izquierda va subiendo el bosque de ruinas. Al otro lado
el vuelo de los pájaros y por encima el sol casi crepúsculo. ¿Hubo aquí
alguien? Toda la montaña es estoraques:
los templos pretéritos -acaso sin Dios- donde la vida no existió, las grandes
pagodas, la rutilante cúpula, el vuelo audaz del arquitrabe, la complicada
seriedad de la archivolta y nada menos que el sueño, es decir, lo único
que de los hombres existe. Arriba el látigo de los arcos cruzados, el surtidos
de piedra, el arte que innominado artesano cumplió, y abajo el apoyo
eficaz del arbotante, los muros con largos ventanales y el pie de la
columna resistiendo el peso de siglos. Aquí las columnas hacinadas
recuerdan no se sabe si los bosques de olivos que uncidos a nudos arden como
lámparas o los dedos de innumerables manos enterradas cuyas palmas el
destino no escribió; se puede pensar que son raíces por entre las que
pasa un dios o sus bases las copas que se hunden por respirar en tierra
un cielo de constelaciones de polvo. En la hora del crepúsculo, en
la cumbre, se abren estoraques aún no concluidos. La mano ágil del viento
los modela todavía. Pero nada de amor. La sed no existe. Nada de vivir,
la vida no existe. ¿Y qué? En este mundo los actos son columnas,
testimonios, materia de verdad. El resto, es nulo. Por
si estuviera el dolo ¿quién lo permite? Si el dolor o la razón o el sueño
¿se les ordenara? Y los que piedra a piedra, brazo a brazo, movidos por
el látigo o el hambre hicieron la muralla, ¿dónde se encuentran? ¿Ah de
la ciudad! Y ¿quién lo dijo? Entre
el mañana y el ayer no más que el rudo corazón dando la hora y el paso
de las nubes y los días y el subfondo de actos enterrados. Entre
hierbas y templos y columnas se recuerda: ¿quién no tuvo el sueño para huirse?
Y ¿quién no deseó en un instante hacer con el olvido un arco para matar
lo sido? Atrás, lo que de todo depende: un alma abierta es decir,
el otro cuerpo. El alma cae, se abre, ilumina y cae. ¿Dónde
el agua? ¿En qué civilización se encuentra el agua? Por
fuera, semejante al maíz es una llama y por dentro el destino. Por
fuera el hueso y por dentro el castigo. ¿Qué vientre los
parió? Y ¿cuál fue el semen? Se
desprende del sueño algo así como ventana: Fuego en las sienes, divinidad,
silencio, luz. Detrás comienza lo que somos en el otro mundo. Ese
hueco, en verdad, por el que pasa el tiempo no logra nunca espacio. Le pregunto
a lo que fue qué ha pasado, a la piedra, al dolor, al propio nudo del
hombre. Aquí no hay agua. Ni sed. No hay nada. El tiempo se ha perdido:
el viento es aire de otro tiempo. Empecé por abrir la soledad como
quien destapa una botella y no encontré ningún camino; di pasos atrás
para buscar palabras y cantar Y no vi nada; volví por la ciudad y sólo
el viento, el que sube y el que va, como perdido, como buscando a Dios,
como arañando los altos, los duros, los broncos estoraques. (1961-
1963) Cote
Lamus, Eduardo, ESTORAQUES. Bogotá, Ediciones del Ministerio de Educación.
Imprenta Nacional, 1963. | |