La
muerte llegó a los aposentos del general Francisco de Paula Santander,
a las seis y treinta y dos minutos de la noche del miércoles seis de mayo,
del año del Señor de 1840. Revestido con el hábito de San
Francisco, fue velado hasta el 12 de mayo en el Convento de la Orden del santo
de Asís. Cumplidas las honras fúnebres, el cadáver fue trasladado
a la capilla del colegio de San Bartolomé. El 13 de mayo, sobre los hombros
de los generales de la República, llegó a la Catedral Primada. Ese
día fue inhumado con todos los honores.
Dice
doña Pilar Moreno de Ángel, en su extensa biografía del prócer,
que el “niño Francisco de Paula Santander había nacido en una casa
de muros de tapia y teja de barro, que ostentaba un altillo en una esquina. Aquel
feliz acontecimiento se registró el 2 de abril de 1792, en este entorno
maravilloso. Don Leonardo Molina Lemus, en su obra “La Cuna de Santander” dice
que esta casa, donde hoy nos reunimos, es el monumento reedificado después
del terremoto de 1875.
Pero
recordábamos la muerte del prócer. En su testamento, encuentra el
lector la regia personalidad de su autor: perdona a sus enemigos, reitera su inocencia
en los actos de la nefasta conspiración septembrina y le deja al Colegio
de San Bartolomé el bastón, como símbolo de su paso por la
primera magistratura de la nación. Consciente de su responsabilidad histórica,
asigna una apreciable suma de dinero para recompensar a la persona que se encargue
de arreglar sus papeles oficiales y particulares. Recomienda que, con fundamento
en esos documentos, se escriba e imprima la historia de su vida pública
y se recuerden sus servicios a la patria. Don Roberto Cortazar, en el primer volumen
de Correspondencia dirigida al General Santander, sostiene que ese archivo “constituye
un severo monumento y forma el pedestal de una figura que con el paso de los siglos
será más apreciada por los amantes de la libertad, de la honradez
y del orden de la sociedad”.
En
el proceso histórico del fundador civil de la República, encontramos
tres actitudes que corresponden a su inmensa responsabilidad con sus compatriotas. Surgen así: el hombre de la guerra, el estadista y el
abanderado de la educación.
EL
HOMBRE DE LA GUERRA
Encontramos
a Santander en la causa de la independencia a los 18 años. Corre el año
de 1810. Ingresa al Batallón de Guardias Nacionales con el grado de Alférez
Abanderado. En agosto de 1818, cuando apenas cumple 26 años, brilla como
general de brigada, y un año después el Libertador
lo distingue con el grado de General de División. Hace parte, ahora,
del Estado Mayor. Su carrera militar es intensa.
Participó
con éxito en los combates de Santa Fe, Angostura de la Grita, Loma Pelada,
San Faustino, Limoncito, Capacho, Cáqueza, Pamplona, Zulia, Chopo, Ocaña,
Gámeza, Pantano de Vargas, Puente Boyacá, entre otros. La amarga
derrota sufrida en la batalla del llano de Carrillo contra las fuerzas realistas
comandadas por el capitán Lizón y el incidente con los soldados
llaneros que exigieron la dirección de Páez debieron templar su
espíritu. En dos batallas corrió su sangre por las honrosas heridas
de la guerra: Santa Fe y Paya.
Un
suceso excepcional, registrado después de la batalla de Boyacá,
marcó de alguna manera la carrera política y militar del general
Santander: Barreiro y otros 37 prisioneros, de alta graduación, fueron
pasados por las armas por orden del Vicepresidente, encargado del poder ejecutivo.
Había entendido Santander, que debía asegurar de manera sólida
y estable un territorio plagado de enemigos.
Hubo
quienes lo censuraron. Otros lo celebraron. En su informe al Libertador, el 17
de octubre de 1819, dice: “... yo no podía responder de la seguridad de
esta provincia manteniendo dichos oficiales en actitud de obrar contra ella, y
es en virtud del competente proceso que mandé formar y que he decretado
la ejecución verificada a vista de un numeroso pueblo”.
El
Libertador respondió desde el Cuartel General de Pamplona, el 26 de octubre
de 1819. Dijo: “Nuestros enemigos no creerán a la verdad, o por lo menos
supondrán artificiosamente que nuestra severidad no es un acto de forzosa
justicia, sino una represalia o una venganza gratuita. Pero sea lo que fuere,
yo doy las gracias a V. E. por el celo y actividad con que ha procurado salvar
la república con esta dolorosa medida”.
El
general Páez le escribió: “Cuando por primera vez llegó a
mis oídos la noticia de la ejecución de Barreiro, mil veces bendije
la mano que firmó la sentencia”.
Ese
episodio tuvo un altísimo costo político para el Vicepresidente.
Pero estaban en juego la seguridad pública y la estabilidad de la independencia.
Por esas circunstancias, la historia deberá registrar ese acontecimiento
dentro de las necesidades de la guerra.
SANTANDER
ABANDERADO DE LA EDUCACIÓN
La
educación fue un proyecto de primera magnitud en la gestión de Santander.
La instrucción primaria quedó bajo la responsabilidad del Estado,
de tal manera que estuviera al alcance de todos. Creó escuelas públicas
en las aldeas y en los conventos. Las parroquias y pueblos con más de 30
vecinos tenían derecho a una escuela, costeada por los habitantes del lugar;
ordenó la enseñanza de la lectura, la escritura, los principios
de la aritmética y los dogmas de la religión y la moral cristiana.
Exigió la instrucción en los deberes y derechos del hombre en sociedad.
Pensando en la estabilidad de la independencia, creyó necesario instruir
a los niños en materia militar. Así, en uno de los artículos
del decreto expedido el 6 de octubre de 1820, se establece que ”los niños
tendrán fusiles de palo y se les arreglará por compañías,
nombrándose por el maestro los sargentos y cabos entre los que tuvieren
mayor disposición. El maestro será el comandante”.
Acudió
a los servicios del sacerdote franciscano Sebastián Mora para establecer
el método lancasteriano, utilizado en Europa, que disponía que los
estudiantes mayores debían transmitir sus conocimientos a los estudiantes
menores. Fundó colegios y casas de estudios a lo largo y ancho del país,
entre ellos la Casa de estudios de Ocaña y el seminario o Casa de Educación
en Pamplona, la Escuela Náutica de Cartagena, el Colegio de San Simón
de Ibagué. Algunos de esos establecimientos se convirtieron posteriormente
en centros de educación superior como el Colegio de Antioquia, transformado
en 1871 en la Universidad de Antioquia. En 1826, a través de una comisión,
presidida por José Manuel Restrepo, reformó la educación.
Se estableció en la ley de la reforma que “la enseñanza pública
será gratuita, común y uniforme en toda Colombia”. Se preocupó,
igualmente, por la cultura en general. Creó una Academia Nacional, integrada
por miembros nombrados por el poder ejecutivo, escogidos dentro de los más
prestantes voceros de las disciplinas intelectuales. Organizó, también,
bibliotecas y museos.
Seguramente
por el ejemplo de Santander, la legislación colombiana ha sido pródiga
en programas de educación. Hemos avanzado, por obvias razones. El Estado,
la sociedad y la familia comparten la responsabilidad de la educación;
y se ha establecido que será obligatoria entre los cinco y los quince años
de edad, de tal manera que su cobertura tenga como mínimo un año
de preescolar y nueve de educación básica. El artículo 67
de la Constitución actual dice que la educación es un derecho de
la persona y un servicio público que tiene una función social. Se
dice, además, que la educación será gratuita en las instituciones
del Estado. Sin embargo, los establecimientos de educación pública
no disponen de los cupos requeridos por la población estudiantil y se establecen
procesos selectivos que dejan por fuera a numerosos jóvenes que no tienen
recursos para acudir a los establecimientos privados.
Los
constituyentes del 91 incluyeron en nuestra Carta Magna la libertad de enseñanza,
la autonomía universitaria, la libertad de conocimiento, la libertad de
cátedra, la educación y la cultura en sus diversas manifestaciones
como derechos fundamentales. Derechos que no surgen como un servicio de caridad
porque son inherentes a la personalidad, a la condición del ser humano.
La Constitución y la ley tienen la función de reconocerlos y garantizarlos.
Volvamos
los ojos a Santander y preguntémonos qué estamos haciendo para continuar
su ejemplo.
SANTANDER ESTADISTA
Recordemos
para iniciar este tema, la carta del Libertador dirigida a Santander, fechada
el 9 de febrero de 1825 en Lima: “Yo soy el hombre de las dificultades, usted
el Hombre de las Leyes y Sucre el hombre de la guerra”. Frase lapidaria, que reconoce
en el Fundador Civil de la República su verdadera dimensión de estadista.
Un día
su espada victoriosa soportó el peso formidable del cuaderno donde estaba
impresa la Constitución. En su mesa presidencial, aquella escena simbólica
mostraba al civilista que entendía la importancia de la guerra y exaltaba
la supremacía de la Constitución Política de Colombia. Ya
lo había dicho en su proclama del 2 de diciembre de 1821: “Las armas os
han dado la independencia; las leyes os darán la libertad”. En su discurso de aceptación de la Vicepresidencia había
confirmado su espíritu civil: “... siendo la ley el origen de todo bien
y mi obediencia el instrumento del más estricto cumplimiento, puede contar
la nación con que el espíritu del congreso penetrará todo
mi ser, y yo no viviré sino para hacerlo obrar”.
El
Libertador estaba muy ocupado con la guerra contra España. Era fundamentalmente
un guerrero. Mauro Torres en su “Moderna biografía de Simón Bolívar”
recuerda una frase de Páez, el fogoso “León de Apure”: “Bolívar
prodiga la guerra”. Y Torres aventura otra frase para darle la razón a
Páez: “De las 36 batallas y los 470 combates que dio, con la cuarta parte
habría sido suficiente para hacer la independencia”. Esta es una posición
muy personal, que puede compartirse o no. Pero es cierto: Bolívar era un
hombre sediento de gloria. De gloria que compartía íntegramente
con su patria. Era, al fin y al cabo un genio, el genio de la guerra.
Pues
bien. Santander entendió su misión y su responsabilidad con la patria.
Cambió, entonces, el campo de batalla por el ejercicio de la administración
pública y se dedicó a construir un estado de derecho para garantizar
la libertad y el orden.
La
formación jurídica recibida en los claustros del Colegio de San
Bartolomé le permitía desenvolverse con facilidad en los asuntos
del Estado. Era un hábil político y un experto en materia administrativa.
Con estas herramientas logró tantos éxitos desde un escritorio como
triunfos en la guerra, donde su espada refulgente construyó también
la independencia.
Bolívar
en la guerra, Santander en el gobierno. Bolívar trabajaba sin descanso
por la independencia americana; recorría con sus soldados, palmo a palmo,
los países que había jurado libertar. Era un nómada, dice
Mauro Torres. Santander, por otra parte, desarrollaba sistemas avanzados de educación,
estructuraba los servicios públicos, organizaba la victoria. Su herramienta
era la ley, su proyecto: construir una nación dentro de los linderos del
orden social.
Ante
el óleo magnífico, que preside nuestras sesiones académicas
solemnes, rindo tributo de ferviente admiración al Hombre de las Leyes,
al Fundador Civil de la República, al Organizador de la Victoria, al patriota.
Aquí está con su mirada penetrante, con su ademán galante,
con su vestido metálico para enfrentar la embestida del tiempo. Aquí
está, frente a la posteridad, que debe tener como alimento el curso de
la historia.
GUIDO
PÉREZ ARÉVALO
Villa
del Rosario, 6 de mayo de 2001