| EL
GUAPO Luis Tablanca Habían
corrido algunos años después que sonó el último disparo
de la guerra civil en Colombia. El último disparo de la última guerra,
pues por muy loco que sea un pueblo su hora le llega de entrar en cordura, y al
nuestro le llegó. Y había quedado por ahí, en una penumbra
propicia para su vulgar personalidad, un militar que si no se distinguió
por sus talentos de estratega, si hizo cruz y raya como hombre poco sensible a
los sufrimientos ajenos y fue en cambio muy aficionado a la hacienda por otros
acumulada. Había
quedado regularmente acomodado y como la paz es el reinado de Cristo, que es tanto
como decir el reinado del perdón y el olvido de las ofensas, el hombre
de mi cuento vivía muy sabrosamente de lo que allegó en sus rapiñas,
y allá él a solas en la batalla con su conciencia. La gente se contentaba
con reparar y murmurar un poco y nada más. Era
un hombre corpulento, de mala facha y genio avinagrado, que de los días
en que anduvo en armas conservó después un tono para tratar a sus
semejantes como si a todos los tuviera con la soga al cuello y con la vida pendiente
de su despótica voluntad. ¡Qué gritos y qué palabrotas
los que salían de su bocaza a la menor contrariedad! ¡Y qué
acción la de sus manos acostumbradas al terrible chafarote! Parecía
que aún lo empuñaba y que había de blandirlo sobre las carnes
de los que habían osado ofender su irritable epidermis de amo y señor.
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En su casa, porque tenía una casa y no una guarida, su mujer y sus cachorros
temblaban y enmudecían a la menos dura de sus miradas, y cuando bromeaba
con ellos, cosa que sucedía aunque pareciera increíble, a lo mejor
sentía disgusto, se levantaba ardiendo de ira y lanzando un par de exclamaciones,
que no parecía sino que iba a devorarlos a dentelladas. Y
era hombre de negocios, compraba y vendía, pero ni de su parte ni de la
de su diente ocurría nunca el regateo. Su palabra era una sola, si la aceptaban
había de ser en el momento, si no la aceptaban no había más
que hablar. Cuando fijaba un plazo lo contaba minuto a minuto y al cumplirse,
si era él el que había de recibir, recibía, pues no había
nacido quien se atreviera a quedarle mal y a sufrir las consecuencias. Tuvo
un criado que había conservado desde los días de sus campañas,
un perro fiel que mordía cuando se le ordenaba y que recibía patadas
con vil resignación, sin mostrar siquiera los colmillos. Pero no se extrañe,
que ciertas voluntades dominadoras encuentran en tierra de hombres libres, esclavos
espontáneos y sumisos, incapaces de rebeldías. Este criado, esta
mano derecha del monstruo, este servidor paciente, se arrastró a sus pies
como si no tuviera en la vida más placer que oír regaños
y aguantar bofetadas. Contra su propia voluntad este infeliz se murió un
día, sintiendo, más que otra cosa, el dolor de saber que era irreemplazable,
que una vez que le echaran encima las terribles paletadas de tierra, su puesto
quedaría vacante para siempre. Y
así sucedió. Los nuevos criados que mi hombre se buscó pasaron
tan de ligero que ninguno pudo cobrar un día completo. Viejos unos, mozos
otros, a media edad los demás, todos se escurrían de la casa de
aquel patrón insoportable apenas le oían la primera voz de mando,
siempre condimentada con ajos y otras cosas picantes y acompañadas de unos
movimientos de las manos que iban, como la flecha al blanco, a las mejillas del
servidor. ¡Ya
no hay quien quiera trabajar! -exclamaba rojo de ira nuestro hombre-. Estos haraganes
son más blanditos que un merengue y prefieren aguantar necesidades y no
someterse a esfuerzo ninguno. Se contratan y al cabo de un rato se van sin decir
hasta luego. Y
entre tantos como buscó, al fin creyó encontrar el sirviente que
necesitaba en un indiecito joven, ancho de espaldas y de rostro, con los ojuelos
ligeramente oblicuos y la melena lacia, recortada sobre la frente como la crin
de un potro retinto. Era manso y no demostraba pereza, y tenía una gran
condición para el amo que le había tocado en suerte; era como sordo
para los gritos con que le ordenaba las cosas, pues obedecía sin inmutarse
ni temblar, con faz impasible. Sólo
que un día -y aquí este cuento termina- los gritos expresaron esta
amenaza: -¡Si
me haces calentar, te pego! Si
le hubiera dicho te mato, el indiecito habría quedado tranquilo, desempeñando
sus oficios. Pero al oír "te pego", se volvió con una
sonrisa fría y una lividez de rostro y unos labios color de ceniza que
era como si ya hubiera sentido el rebenque sobre sus espaldas. -¿Te
pego, me dice usté? -Y,se le acercaba con lentitud-. Sólo una persona
me puede pegar en la vida, y es una mujercita asina, que no me da ni al pecho,
la que me echó al mundo... y eso por derecho que tiene, no por juerza...
De resto, el que me ponga la mano, se muere!... El
valiente exmilitar retrocedió unos pasos y tendiendo la mano hacia la puerta,
le ordenó con voz temblorosa: | |