LA ONDINA DEL RIO ALGODONAL
CUENTO
 

Por BENJAMÍN PÉREZ PÉREZ

"Un nome de mulher purifica a pagina onde se escreve como una so planta de aloes perfuma una floresta inteira".
ANTERO DE QUENTAL

Salí del Capitolio Nacional y me detuve en las escalinatas en actitud de orientarme hacia qué dirección debía encaminarme. El día estaba espléndido. Enrumbar en esos momentos para la casa era verdaderamente absurdo. Un sábado así, con un sol tan radiante, un cielo tan azul, tanto bullicio en las calles, tantas muchachas bellas que iban y venían... ¡No, por Dios! Era necesario hacer algo distinto; para eso era sábado, contaba con medio día de vacaciones y para eso además, tenía allí en el bolsillo el importe de la quincena que acababan de pagarme en el ministerio donde trabajaba.

Absorto estaba en estas cavilaciones cuando de pronto tomé la determinación que menos esperaba. Me dirigí a mi casa. Sí; almorzaría, haría la siesta, escucharía luego música o leería quizás, y ya al anochecer daría un paseo por la carrera séptima -el sitio más concurrido de Bogotá- para curiosear vitrinas o complacerme en la contemplación de las jóvenes hermosas, ricas en donaire, que solía encontrar en estas caminatas. Era exactamente lo mismo que venía haciendo todos los fines de semana. Al doblar la esquina, un hombre que al parecer se encontraba en acecho, se me acercó cerrándome el paso:

- Doctor, mi doctor, lo estaba esperando. Entre tanta gente que ha pasado es usted la única persona que me ha infundido confianza...

- A sus órdenes, señor; en qué puedo serle útil.

- Por favor, présteme o regáleme diez pesos para enviar un telegrama. Me puse a ver vender unos lapiceros en el grupo que hay en esa esquina y no supe a qué horas me sacaron la cartera con quinientos pesos que había dejado para el regreso. Necesito telegrafiarle a mi mujer que me mande plata. Yo no soy de aquí y no sé cómo voy a hacer ahora... (Un avivato con la misma historia para los transeúntes. Pensé. Pero no. Sus ojos se posaban en mí angustiosamente. En las aletas de su nariz se notaba una ligera convulsión, característica que yo varias veces había observado también en mi padre cuando el viejo se hallaba en dificultades. Y eso me conmovió).

- No voy a darle diez pesos, le dije. Voy a facilitarle quinientos que es la cantidad que usted dice había reservado para el regreso. -Y sin meditarlo extraje de mi cartera cinco billetes de a cien pesos, nuevecitos, acartonados, recién salidos del Banco de la República. Hice ademán de ponerlos en sus manos pero él no los tomó en seguida.

- Doctor, no esperaba tanto. Pero le acepto. A quién debo girarle y... agradecer...

- Hombre, sí; tome una tarjeta mía y reciba estos billetes. Cuando pueda me los devuelve. Es decir, su equivalente.

Recibió el dinero y la tarjeta y me estrechó convulsivamente la mano en señal de gratitud.

- Adiós y buen viaje.

- Adiós, mi doctor. No tendré cómo pagarle el favor que me ha hecho!

Seguí con rumbo a mi casa. Aunque era mi propósito no recordar el asunto, el episodio con aquel señor me mariposeaba en la cabeza. Aprobaba mi actitud unas veces y otras me reprochaba mi ingenuidad. Ese tipo podría no ser honrado o tal vez sí; allá él... Pero esta historia sí no me atreveré a contársela a mis amigos. Me tomarían el pelo. En fin; supondré que fue a mí a quien le sustrajeron la cartera.

Me metí en un establecimiento en busca de una gaseosa helada. Era un poco tarde y el organismo reclamaba algún calmante. Mientras recorría con la mirada las diversas marcas de las bebidas dispuestas en el armario, oí que alguien gritaba desde la sala inmediata:

iHola, mi doctor Madrigal. Deje eso allá y camine que aquí tenemos algo muy bueno para usted. Venga; le presentaré unos amigos.

¡Malhaya! -pensé, mientras trataba de sonreírle-. Me metí en la boca del lobo. Cómo me le zafo ahora.

Efectivamente, quien me llamaba era Antonio Luis García, un compañero de oficina, viejo rayano en los sesenta años y tomador inveterado, quien siempre aseguraba que no dejaría el trago porque ya le había gastado mucho dinero al negocio. Llegó hasta mí, me agarró de un brazo y me llevó hasta donde se encontraban sus amigotes.

Vean, les dijo. Les traigo algo que vale tanto como oro en polvo. Algo que es... ¿Qué se toma, doctor Madrigal? Bébase un aguarrás de estos.

Y sin contar con mi aprobación, levantó la botella que tenía en la mesa, alzó un vaso y me sirvió un trago. La sacudida producida por un intempestivo estornudo le hizo verter la porción servida.

Sus contertulios que se habían puesto de pie al verme entrar, me observaban con mirada estúpida. Eran dos. Uno de ellos, un militar de poca graduación.

Perdón, dijo Antonio Luis, -frenando sus intenciones de hacerme tomar el trago-.

No los he relacionado.

Les estreché la mano. Al cambiar el saludo con el militar, le dije:

- Su nombre me suena y su cara me es familiar, sargento.

- Sí ala -Me contestó, tratando de sacar el pecho y de nivelar los hombros para asombrarme con un porte marcial que le resultaba pintorescamente ridículo-. Yo te conozco porque fuites el rector del colegio donde cursé los tres primeros años de bachillerato.

- Efectivamente. Ya lo recuerdo. Usted (y recalqué la palabra), usted estudió en un pequeño colegio departamental que dirigí hace algunos años en la provincia. Por cierto que no fue de mis alumnos más sobresalientes.

Me incomodó francamente y quise mantenerlo a distancia. El carácter de maestro es sagrado y confiere cierta autoridad que no se pierde ante ningún discípulo por ninguna circunstancia en la vida. Me chocó por tanto su petulancia y no volví a determinarlo para castigar su vanidad.

- Pero doctor Madrigal, tómese algo por favor. Niña, traiga una cerveza y cárguela a mi vale -gruñe Antonio Luis-.

- De veras, sí, una cerveza -asentí, pensando que al tomar a pico de botella no tendría que beber del mismo licor y en los vasos sobre los cuales mi amigo disparaba a intervalos sus potentes estornudos y sus frecuentes accesos de tos.

- Sí mi querido doctor -continuó Antonio Luis-. Es lo mejor que podemos hacer el sábado, apretarnos unos cristales y no ir a la casa en todo el día. ¿A qué? ¿A contemplarle la máscara a la mujer? ¿A oirla gruñir? Se necesita ser un bloque de acero para soportarla tres horas continuas. Imaginen que hace cinco días llegué feliz a mostrarle mi diploma como miembro de la Academia de Historia y sin molestarse en mirarlo, me dijo: 'escuchá; el de la cuenta del carbón vino hoy a cobrar. Y hoy también posiblemente nos van a cortar el agua y la luz porque hace meses que no se paga. ¿No les parece que sería genial reunirías a todas y meterlas en una hoguera o convidarlas a un paseo al salto de Tequendama? Gracias a Dios fue inventado este lenitivo (Y se alzó otro trago). El alcohol lo preserva a uno contra pestes y calamidades. Calamidades como la mujer de uno, la falta de plata, el día lluvioso... ¿Otra cerveza, doctor? (Y recitó):

Yo creía que era soltera,
Lola, la de mis desvelos;
pero anoche a la zarzuela
fue con un par de gemelos.

¿Por qué no te casas? Pregúntame Sara.
¿Por qué no te casas teniendo ya edad?
Y dígole: Sara, yo sí me casara,
si no fuera tan cara, la cara mitad.

Me divertían enormemente las ocurrencias de Antonio Luis y él lo sabía. Por eso era tan fecundo en chascarrillos, coplas y retruécanos cuando se hallaba conmigo y estaba a medio palo.

No obstante me pareció una estupidez dejar transcurrir las horas de aquel sábado espléndido, metido en ese cuarto mal iluminado, hediondo a cera de pisos vieja y viciado con humo de cigarrillos y tufos de alcohol. Por lo demás no valía la pena. Antonio Luis con otras tres copas se pondría insoportable. El sargento se había encastillado en el más prudente silencio; y el otro, que prácticamente era un tonel de aguardiente que se sostenía en el asiento no sé por qué magia de equilibrio, fijaba sus ojos en mí en forma indeterminada. Yo no sabía, en efecto, si era a mí a quien miraba o a algo que estuviera a cien leguas detrás de mí. A pesar de lo maltratado de su ropa parecía que fuera persona de dinero o de algún prestigio debido al respeto con que lo trataba Antonio Luis y al esmero con que lo atendía la copera cuando, por señas, ordenaba que le renovara la provisión de aguardiente.

Pretextando, pues, que los dejaba por algunos minutos para salir a hacer una llamada telefónica avisando a mi casa que no iría a almorzar, me lancé a la calle. Sentía mis piernas como de trapo, descoyuntadas, en mi afán por alcanzar la esquina; y a cada paso creía oír la voz aguardentosa de Antonio Luis que me gritaba: "Doctor Madrigal, no se nos vuele...

No sé cuántos meses transcurrieron. Quizás cinco o seis. Eran las diez de la mañana de un miércoles, lo recuerdo bien, víspera de Corpus. Había poco qué hacer en la oficina. Las empleadas aparentaban trabajar como siempre, pero en realidad maqueteaban más de la cuenta. Ignoro el por qué. Pero en vísperas de fiestas invade a las oficinas públicas una apacible pereza, algo así como un anticipo de las horas de vacaciones. Los oficinistas más serios abandonan el estudio de los expedientes y se dedican a escribir cartas privadas o a revisar los programas de la hípica; las mecanógrafas a comadrear por teléfono o a negociar mercancías que alguna inesperada vendedora se presenta a ofrecer.

Yo me dedicaba en esos momentos a corregir las pruebas de imprenta de una recopilación de disposiciones del ministerio cuando entró la recepcionista y me dijo:

- Lo buscan, doctor Madrigal. ¿Los hago seguir? O digo que no está.

- ¿Quiénes son?

- Un señor y una señorita. No me dijeron los nombres.

- Bueno,... dígales que sigan.

Segundos después entraba un caballero con una preciosa joven de unos 18 o 20 años. El rostro del hombre irradió alegría al verme en el escritorio. Yo me puse de pie para recibirlos.

-¡Doctor, mi doctor Madrigal! iCuánto me alegra verlo! -Y me dio un abrazo apretadísimo que yo correspondí con toda cordialidad pero sin adivinar siquiera de quién se trataba. Mire, le presento mi hija. Rosita, aquí tienes al doctor Madrigal a quien tanto has deseado conocer.

La joven haciendo un gracioso mohín me extendió la mano que yo estreché entre las dos mías con embeleso. Su belleza y donaire se habían cautivado a primera vista.

- Pero siéntense por favor. Conque Rosita ¿eh? Pero de estas rosas tan hermosas no se dan en esta ciudad.

- Es ocañera auténtica -dijo el caballero mirando a su hija con orgullosa complacencia.

- Ocañera... -intervine yo-. Dicen que Ocaña es la tierra de las mujeres bellas. Pero ésta tiene que ser la reina de todas ellas. ¿No es así, Rosita?

- Qué va. Las hay más lindas que yo. ¿No ha ido nunca? Vaya para que conozca.

- Soy un solterón de treinta años cumplidos. Si visito a Ocaña de pronto me expongo a que me lean la epístola de San Pablo y es realmente miedoso eso del matrimonio. Bueno, ¿pero cuándo vinieron? (Hice la pregunta tratando de averiguar quiénes eran y para qué me buscaban aquellos agradables visitantes. Llegamos ayer, doctor. Repuestos ya del viaje, no quisimos que se pasara el día de hoy sin venir a visitarlo. Ella también estuvo conmigo en el viaje pasado. ¿Recuerda?... ¿Recuerda? -insistió al notar mi perplejidad. Unos picaros me robaron entonces la cartera y usted gentilmente me prestó quinientos pesos que eran precisamente los que necesitaba para abandonar a Bogotá.

- Efectivamente. Claro que lo recuerdo.

- Sí doctor, usted me hizo ese día un incalculable favor y también. un honor al otorgarme su confianza fiándose únicamente de mi palabra.

- ¿Pero pudieron alcanzarle quinientos pesos para los gastos de regreso de dos personas?

- Claro que hasta Ocaña, no. Pero yo tengo una hija en Tunja; la mayor, que está casada. Mi yerno me facilitó lo que faltaba. Rosita no vino a saber de esto sino hasta cuando estuvimos en casa. Bueno, hija: díle al doctor a qué hemos venido.

- Con gusto... Pues primero, a devolverle el dinero que generosamente le facilitó a papá, doctor Madrigal. Y luego a decirle que como mañana es día de fiesta, queremos pasar un rato con usted y brindarle alguna atención. ¿Le parecerá bien un paseo a Girardot o a las salinas, por ejemplo? Tengo unos deseos inmensos de conocer la catedral de sal... Si no estropeamos su programa, por supuesto...

- Perfecto, princesa. Se hará como lo deseas. Gustosamente los acompañaré a la ciudad del Zipa. Dices que te llama la atención la catedral de sal... (Me ruboricé un poco al pensar que me había excedido en el tratamiento al tutearla). Ella dejaba entrever una picaresca sonrisa mientras hojeaba distraídamente una revista que tomó del escritorio. El padre, observando el almanaque que había en la pared, dijo:

- El lunes tendremos que estar ya en la casa. Para ese día cité a los peones para la molienda.

- Mira, papá, qué gracioso. Te vienes dizque a descansar pero tu pensamiento sigue allá, en los quehaceres de la finca.
Charlamos unos minutos más. Acordamos que nos veríamos al día siguiente a las diez de la mañana en el hotel Catamarca. Al despedirse, el caballero, contra las protestas mías, me obligó a recibirle un billete de quinientos pesos. Ella me dejó sobre el escritorio una cajita que contenía media docena de corbatas y unos pañuelos, todo perfumado con un aroma muy agradable que me era desconocido. El mismo perfume que ella usaba. Cuando quedé solo, me acerqué a la ventana y me puse a contemplar el bello cielo lejano y azul. Una sensación grata y desconocida ensanchaba mi pecho. Me parecía tener el alma así, tan grande y tan diáfana, como el radiante horizonte que se abría a mi vista. Me sentía en esos momentos intensamente feliz. ¿Quién había estimulado en mí esa alegría de vivir?... Volví al escritorio. En el ambiente flotaba todavía ese delicado perfume con que ella lo había saturado. Sobre los papeles de rutina estaba aún el billete que ellos me habían dejado. Lo recogí casi con ternura, con la seguridad de que nunca habría de gastarlo. Sí; lo conservaría como a esos tiquetes que nos quedan de viajes por países extraños y se guardan para recuerdo de paisajes y momentos agradables.

-o-

Fui puntual al día siguiente a la cita en el hotel Catamarca. No me apena decirlo. Pero gasté tanto tiempo frente al espejo esa mañana, como una quinceañera que se dispone a asistir a su baile blanco. Ensayé el nudo con cuatro o cinco corbatas distintas. Abotoné, desabotoné y volví a abotonar el saco, en fin... que le oí decir a mi hermano menor: "mamá, qué le pasará a Rafael. ¿Va a concursar en algún certamen de apostura varonil?

Cuando llegué al hotel encontré a Rosita y a su padre en la sala de recepción. Ya me esperaban. Me recibieron con demostraciones de la más viva complacencia.

- Pensé que a lo mejor no nos cumpliría. Pero veo que es usted muy formal -dijo ella con discreta coouetería-.

- Pero... ¿por qué esos malos pensamientos?

- Hum, ustedes los hombres, solteros o casados, se dan sus escapaditas las vísperas de los días de fiesta. Usted no debe de ser la excepción. Y al día siguiente hay que verlos, con una figura pintoresca, embatados, arrastrando chancletas, poniendo una cara de tortura que pide compasión y hasta con una bolsa de hielo en la cabeza, que mueve a risa. Entonces los risueños proyectos para el día feriado se convierten en pociones calmantes y pastillitas para amansar los nervios. Son unos niños grandes.

- ¿Usted no sabe cuál es el remedio efectivo para el guayabo? Intervino el padre.

- Diga a ver. Puede serme útil.

- Pues no tomar el día anterior.

- Papá, por favor -dijo ella. Te he escuchado ese chiste por lo menos cien veces. Pero vamos que se nos hace tarde.

- Claro que sí -le contestó-. Voy a llamar al chofer. Conversen mientras tanto ustedes.
Nos quedamos solos. Rosita estaba muy linda y elegante. Cómo la describiera. Pero no. No puedo reproducir su aspecto con palabras. Eso con el pensamiento apenas puedo lograrlo yo que la vi y que la sigo viendo, conservándola en mi memoria y en mi corazón. ¿Qué pretendí decirle? quise manifestarle que mi vida apacible se había vuelto inquieta desde que la había conocido... que ya no podría prescindir de ella...

- iRosita!

- Diga.

- Es que... Bueno... No sé cómo explicarme...

- Creo entender, señor colegial. ¿Derramó la tinta sobre el cuaderno, no hizo la tarea?

- No, no es eso -dije un poco confundido-. Olvidé el nombre de tu papá. - iAh, qué niño éste! ¿Era eso lo que iba a preguntar? Mi papá se llama... Adivine el nombre. Es el mismo, pero sin el distintivo, de un personaje legendario de la independencia helvética, por allá de comienzos del siglo XIV, hábil arquero que atravesó con una flecha una manzana colocada en la cabeza de su hijo.

- iGuillermo Tell! -exclamé con vehemencia como si estuviera en un concurso oral. Ella soltó la carcajada. Pero reprimiéndose en seguida, agregó:

- Guillermo, efectivamente. Guillermo Navarro. En Ocaña hay Jácomes. Pachecos, Lemus, Quinteros, Fajardos, Molinas y otros apellidos de realce. Nosotros somos Navarros y figuramos también en las Noticias Históricas. Y a propósito, hablando de Ocaña, estamos necesitando obreros para nuestra finca. ¿No le llama la atención dejar su máquina de escribir, su citófono y sus bonitas mecanógrafas a cambio de un vestido de dril rompe-alambre, un sombrero de lata, un par de cotizas y un machete tres canales?

- Si fuera para ganarte a ti reina mía, aunque me tocara labrar la tierra durante siete años consecutivos, como lo hizo Labán para merecer a Raquel.

- Cuando Labán no había pelusa de caña, me imagino; ni culebras, ni zancudos, ni garrapatas. iVirgen! Ya quisiera ver a este elegante rolito de capataz siquiera allá en "El Trébol" Pero ipor Dios! -dijo signando una cruz menudita sobre sus labios-, Qué cosas tan frívolas estoy hablando yo ahora. Dígame, doctor Madrigal: ¿es muy bonita la catedral de sal?

- o -

¡Y sí que estaba linda aquel día la catedral de sal! Pero haré antes un corto paréntesis. Hace muchos años, no sé cuántos, los nativos de Zipaquirá empezaron una excavación al pie de la cordillera con el fin de extraer sal, elemento que es muy abundante allí. La excavación se fue prolongando de tal suerte que con el transcurso del tiempo se convirtió en amplios y profundos túneles que hoy día tienen varios kilómetros de penetración. Las galerías forman unas bóvedas inmensas que bien podrían servir de albergue abrigado y seguro a una ciudad pequeña. Son de una grandiosidad indescriptible. Se puede hacer el recorrido subterráneo en automóvil. La carretera va ascendiendo insensiblemente en continuo zigzag. De trecho en trecho aparece una bombilla eléctrica que proyecta raros reflejos sobre las estalactitas de blanca sal que cuelgan de los grises paredones. A intervalos una flecha de gas neón, indica la ruta a seguir. Son tantos los pasadizos que se cruzan en la vía, que sin la ayuda de estas flechas no sería fácil llegar al interior del túnel principal o sea al sitio donde monseñor Samoré, nuncio apostólico, impresionado por la majestad del lugar y recordando quizás los gloriosos episodios de Las Catacumbas, ordenó la erección de un altar y consagró el sitio dándole el carácter de iglesia:

DE ESTAS BOVEDAS SE HARA UNA IGLESIA Y EN ESTE SITIO SE ERIGIRA UN ALTAR EN HONOR DE NTRA. SRA. DEL ROSARIO, PATRONA DE LOS MINEROS.

El lugar fue bendecido por el Excmo. y Rev. Monseñor Antonio Samoré, Nuncio Apostólico de S.S. el Papa Pío XII. 7 de octubre de 1950. Ano Santo. (Reza la inscripción que aparece en una lápida).

Las paredes han sido talladas primorosamente. Las diversas vetas del mineral que pasan del blanco al gris y del gris al negro producen un contraste de extraordinaria belleza. El altar es sobrio. Todo hace pensar allí en los orígenes del cristianismo. Potentes amplificadores difunden los días de fiesta música religiosa en grabaciones, cuyas melodías se propagan de bóveda a bóveda dilatadas por el eco en aquellas misteriosas oquedades.

iQué grande es Dios! -exclamó don Guillermo maravillado-. Estamos en el seno de la tierra, tenemos encima la inmensa mole de la montaña y sin embargo el alma se siente más cerca del cielo.

Rosita caminaba a mi lado observando con éxtasis detalle a detalle. Y como el sitio a trechos no estaba bien iluminado, se apoyaba en mi brazo para no resbalar.

- No tendré cómo describir todo esto en la casa cuando regrese, me dijo.

Nos arrodillamos los tres frente al altar. Cada cual rezó en secreto sus plegarias. Yo pronunciaba mecánicamente mis oraciones; pero en realidad soñaba con el día en que ella y yo volviéramos a arrodillarnos juntos pero ya delante de un sacerdote para recibir la bendición que habría de unir nuestras vidas para siempre. Y si...(cosa no descartable) Rosa tuviese ya un novio. Me estremecí al pensarlo. Qué catástrofe iba a resultar el derrumbe de mi dulce pero fugaz quimera.

Tras breves minutos nos levantamos los dos del reclinatorio. La juventud reza poco. Don Guillermo prefirió continuar sus plegarias. Quizás encomendaría en esos momentos a su hija que estaba ahí cerca, a sus demás seres queridos ausentes, a su hogar todo, sus labranzas, sus ganados.

- Rosita -le dije-, ¿quieres que te muestre el sitio donde está la sal más pura? Camina, no está lejos. Tu papá sacó una camándula y por lo visto se demora algo más.

En realidad la apartaba un poco para poder estar a solas con ella.

- Bella aquella estalagmita; ¿verdad? ¿Quiere usted arrancarla y bajármela?
Es un muñequito perfecto. Qué mejor souvenir.

Le entregué la figurita y la guardó en su cartera.

- iRosita! -Mi corazón aceleró el ritmo- Soy tu prisionero. ¿Estás libres y quieres aceptar mi cariño?

- Cómo son de ladinos ustedes los hombres -Replicó con acento de suave reproche-. Me traía a ver auténtica sal muy blanca...

- No, francamente... fue un pretexto. Quería decirte que mi vida te
pertenece... que deseo...

- Cállese, chiquillo arrebatado (e hizo ademán de cerrarme la boca). No es el momento apropiado para hablar de estos temas. ¿No ve que estamos en una iglesia?

Una niñita morena y descalza se nos acercó con un pequeño y rústico muestrario de articulitos recordativos de las salinas. "A ver, mi doptor,... usté, mi señora,... qué me compran: crucesitas de marmaja, medallas, medallitas, novenas. Lleven un recuerdo de la catedral de sal.

Rosita escogió una pequeña cruz provista de peana y me la entregó: guárdela para su escritorio, me dijo. Es un recuerdo de este santuario y también mío. Hágala bendecir en primera oportunidad.

- Rosa, por favor. Tu papá nos busca allá con la mirada y no tardará en juntarse a nosotros. Y tú...

- Y yo no he respondido a su pregunta. ¿Verdad? Pues bien, Rafael: es usted un joven apuesto, culto, con un futuro asegurado y poseedor de unos modales sencillos y cordiales que me cautivan. Y algo más; ya demostró que tiene un temperamento generoso y sensible, pronto a prodigarse en favor de quienes necesitan ayuda, sin calcular ganancias. Y eso lo hace excepcional. Su calor humano. Creo que reúne las cualidades que siempre soñé encontrar en el hombre que me gustara para esposo. No tengo compromisos. El terreno está libre, virgen, Cultívelo. Chist, papá se acerca.

Minutos después nos hallábamos en la puerta de salida. Allí nos esperaba el chofer, ya que para observar mejor el lugar, habíamos preferido recorrer a pie la excavación.
Junto a la entrada hay una bonita y confortable hostería. Nos instalamos bajo un quitasol en la terraza y don Guillermo ordenó traer copas y coñac como un anticipo del almuerzo. Desde aquel sitio que es propiamente un mirador, dominábamos el valle con su cautivadora esplendidez. En primer término la ciudad de Zipaquirá con las chimeneas humeantes de sus hornos de sal abrazados a los flancos de la montaña. Más lejos, la sabana con sus casitas rojas y los punticos blancos o negros de los ganados que pastaban. El viento nos traía a ratos de soslayo finísimas gotas de lluvia que nos acariciaban la cara sin molestarnos pues constituían algo así como un gracioso contraste en un día tan radiante, de suave temperatura y ambiente primaveral. Había poca afluencia de visitantes. Nos hallábamos casi solos.

- Es hermoso todo esto -apuntó don Guillermo-. Debe de criarse muy bien el ganado en estas dehesas.

- Indudablemente, le respondí. La región es rica.

- Es linda, afirmó Rosita. Pero yo quizás no me amañaría mucho tiempo por aquí. Tengo apenas tres días de haber llegado, ya creo haberlo visto todo y estoy loca por volver a mi terruño encantado.

- ¡Rosa-!... le dije en tono de reproche.

- No, doctor Madrigal. Usted tal vez no me comprende. Yo me refiero al arraigo del paisaje y añoro aquellos sitios que conocí desde niña, en donde he vivido tan apacible, tan agradablemente. Todo esto es precioso. He tenido la fortuna de hallarlo, de conocerlo a usted; pero estoy tan poco acostumbrada a salir, que cuando me ausento de la casa, la nostalgia me abruma. Bueno ¿pero cuándo va a vernos por allá? (dijo animándose de pronto y borrando el aire de tristeza que por unos segundos había nublado su cara).

- Claro que sí, tendrá que ir -Manifestó don Guillermo-.

- Cómo no. Será muy interesante conocer esos lugares que ustedes aman tan entrañablemente. Quizás el mes entrante. Ya voy a tener vacaciones.

- Sí, sí, vaya -insistió Rosita-. Una hora de avión hasta Ocaña; porque le cuento, nosotros no habitamos en la ciudad. Vivimos en la finca, a unos veinte minutos de automóvil, a orillas del Algodonal. ¿No ha oído hablar del Algodonal? Es el mismo río Catatumbo que a su paso por la región ocañera recibe ese nombre: Algodonal. Allí es tranquilo, sin remansos procelosos, sin caimanes, sin motilones acechando en las orillas.

- Es muy bello mi río! (exclamó con entusiasmo). Cada mañana me sumerjo en sus ondas; me causa una sensual delectación bracear en esas aguas límpidas que siempre están a una temperatura que parecen una caricia.

- Debes de ser en esos momentos la ondina del río Algodonal -le dije.

- Sí, la ondina, la ninfa. Pero para completar el cuadro haría falta el príncipe apostado en los matorrales, aguardando el momento propicio para sorprender a la amada...

- ¿Como en las películas? -pregunté-.

- No. Como en los cuentos de hadas.

- Rosita: ¿qué estudios has hecho?

- ¿Para qué? ¿Un puesto señor gerente? No crea que lo acepte. No dejaré por nada en el mundo mi finca de "El Trébol" -Contestó sonriendo-.

- Ella estudió bachillerato en el colegio de la Presentación de Ocaña. Bachillerato, si no estoy equivocado. ¿No Rosa? -Intervino el padre.

- Sí papá. Pero déjame que le describa a Rafael mi finca linda. - Prosigue, Rosita, prosigue.

-Le dije interesado.

- Mira (Por primera vez me tuteaba): es una casa de teja, grande, enclaustrada, rodeada de todos los árboles frutales que puedas imaginarte; naranjos, limoneros, yambos que producen maravillosas inflorescencias dispuestas en cimas y dan un fruto como una manzanita de sabor dulce y olor de rosa (o sea la modesta y familiar pomarrosa),duraznos, mangos, chirimoyos, ciruelos, en fin... no la cambiaría por "El Paraíso" de Efraín y María. Por las tardecitas los perfumes de los arbustos de jazmín o de las flores de maguey se mezclan con las dulces emanaciones de panela que llegan del trapiche. Tenemos luz eléctrica y oímos radio o vemos televisión. ¿No te parece agradable esa alternación de la música de la ciudad con el mugir del ganado o el croar de las ranas en el pantano? Para mí es sencillamente encantador. Durante el día, cuando me dan la oportunidad las ocupaciones, porque yo también trabajo (dijo haciendo un gracioso mohín de niña consentida), doy un paseo a caballo o leo en la hamaca bajo los fragantes árboles, versos tan lindos como estos:

En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día,
ya no siento el corazón.

Mi cantar vuelve a plañir:
¡aguda espina adorada
quién te volviera a sentir
en el corazón clavada!

En otras ocasiones me distraigo en cosas tan simples como ésta: contemplando cómo se desprenden de las ramas de los altos barbatuscos unos gusanillos suspendidos en hilos de seda. Yo los llamo los micro-paracaidistas. Bajan balanceándose con cierta majestad que contrasta con su infinita pequeñez. ¿Qué vendrán a buscar en la tierra, la muerte quizás? Todos marchamos hacia el mismo fin; los gusanitos... las personas... Oye: una vez acostada en mi hamaca, bajo los árboles, sorprendí a través de un claro del follaje, a una estrellita en el cielo distante. Eran como las once de la mañana y el firmamento estaba intensa, intensamente despejado. Las estrellas se ven de día. ¿No me lo crees, doctor Madrigal?

Don Guillermo, llevándose el índice a la sien derecha, trazó en el aire unos circulitos, dándome a entender que a Rosita se le habían subido las cepitas de coñac a la cabeza.
- Bien, Rosita; has hablado de cosas muy bellas y también de ocupaciones. ¿Trabajas mucho?

- Es el alma de la hacienda -intervino don Guillermo. La organización con que allá contamos es obra de ella. Y Cómo la quiere toda la servidumbre. Por todos se interesa. Para todos tiene una sonrisa, una voz de estímulo, una frase amable. Con frecuencia les hace regalos a las esposas de los peones o a los hijitos de ellos, ya con motivo de cumpleaños o de la primera comunión.

- Es muy buena mi gente, agregó ella con ternura. Te aseguro papá que ni a ti ni a mamá le tienen tanta confianza como a mí. La otra noche, doctor Madrigal, me agasajaron con una serenata cantada por ellos mismos. No sé quién regó la noticia de que yo estaría de cumpleaños el día siguiente. Me levanté y los hice seguir a la sala principal. No sabían qué hacer con los tabacotes que venían fumando. Trabajo me costó convencerlos de que los disfrutaran pero utilizando de vez en cuando los ceniceros. Les di aguardiente que es lo que a ellos les gusta, cantaron algunas canciones más y como a las dos de la mañana se retiraron muy contentos y formales. Pero almorcemos. ¿No les abrió el apetito el coñac? ¡Ay, Virgen de Torcoroma! -exclamó alarmada-. ¿No habré yo cometido un desacato tomando trago? Esta mañana comulgué.

- iAy, hija! -Advirtió don Guillermo- Tres dedalitos que cabrían cada uno en el hueco de una muela... Tranquilízate. La Biblia aconseja el buen vino para alegrar el corazón. Y en las bodas de Caná, quiénes suministraron el licor para que la fiesta no decayera... El mandado lo Hicieron entre la Santísima Virgen que pidió el milagro y su Sagrado Hijo que lo realizó. Lo que hemos tomado nosotros es vino también. Unos graditos más fuerte, pero es vino.
Día inolvidable transcurrido en la apacible y acogedora Zipaquirá. iRosa, mi dulce Rosa!... Cuántas miradas, cuántas sonrisas en las que creí descubrir tu correspondencia a mi cariño; cuántas cosas bellas expresadas por ti con graciosa ingenuidad... Todo eso quisiera verterlo aquí en estas páginas en las que deseo aprisionar la alegría fugaz de aquellas horas. Sin embargo al tratar de coordinar mis recuerdos, al pretender revivir esos encantadores episodios, una frase tuya que tus labios frescos e inocentes dejaron escapar como un presentimiento, es la primera en asomarse a mi memoria: "¡....la muerte! Todos marchamos hacia el mismo fin; los gusanitos... las personas..." Pero vuelvo a mi relato. Visitamos después del almuerzo los hornos de sal. Habíamos dejado el automóvil estacionado en el parque principal y hacíamos el recorrido de a pie. Yo observaba con orgullosa satisfacción el grato asombro que en los transeúntes producía la rara belleza de Rosita y en mi interior me regocijaba de que la gente me envidiara creyéndome el feliz esposo de aquella mujer perfecta.

Un talentoso escritor nortesantandereano afirmaba en un ensayo que las mujeres ocañeras se asemejan muchísimo físicamente a las cordobesas de España; y que las cordobesas a su vez tienen bastante parecido a las sarracenas. Yo trataba de descubrir las relaciones que estas dos razas tenían con Rosita y veía en ella, con aplauso, los ojos de dulce pereza de la musulmana y el donaire de la creyente española. Aquella tarde recibí como un buen augurio la exclamación de una anciana pordiosera a quien Rosa dio unas monedas: "¡Qué linda eres, niña. Que Dios te conserve siempre tan bonita y tan feliz como te veo hoy".

Hay cosas misteriosas en la vida que no tienen nunca explicación. Entre seguir por una calle o continuar por otra, puede haber un error o un acierto imposible de prevenir. En ésta, quizás nos esté acechando la fatalidad; en aquella, tal vez hallemos al vendedor de lotería que transforma nuestro destino de la noche a la mañana; al viejo amigo a quien deseábamos ver; a la mujer que ha de poner dulzura en nuestra vida... O a lo mejor no encontremos nada. Este absurdo recelo me ha puesto indeciso en muchas ocasiones antes de escoger una ruta. Pero aquel día en Zipaquirá, no estaba yo para temores ni vacilaciones.

- ¿Regresamos a la capital? -Insinuó don Guillermo-.

- Sí y creo que es tiempo -Le contesté-.

Cogimos el automóvil y le pedí al chofer que no nos condujera por la salida acostumbrada sino por la calle donde se encuentra el almacén "El Chibcha". Quería que Rosita y su padre visitaran dicho establece miento que ofrece a los turistas articulitos autóctonos muy interesantes y variados. El vehículo se detuvo en el sitio indicado y al ruido que hicimos al salir y cerrar las portezuelas, un hombre que estaba sentado en el andén de en frente en actitud muy abatida, se puso en pie y como un loco empezó a gritar:

¡Doctor, doctor Madrigal, sálveme! Sáqueme de este callejón. Por poco no lo reconozco. Era Antonio Luis García con todos los pelos y señales de estar padeciendo un pavoroso guayabo de aquellos que, según los entendidos, le hacen ver al paciente elefanticos volando sobre las flores.

- Pero ¡por Dios! en qué facha lo encuentro -exclamé-. Qué diablos vino hacer usted por aquí. - No sé qué pasó -me contestó- Ayer estaba tomando trago con los amigos en Bogotá. Por la noche salimos en un carro, creo, no sé para dónde; y hoy me desperté aquí, tirado en la calle como un cerdo. No tengo con qué tomarme siquiera una cerveza, ni con qué pagar el pasaje de regreso. Ni sé cómo se llama este cochino pueblo.
Aquel hombre estaba hecho un guiñapo. Temblaba de pies a cabeza y tenía la vista extraviada. Me movía a compasión y a la vez me causaba interiormente cierto regocijo, al verlo así tan cómico, duramente castigado por su traviesa pero inofensiva intemperancia. ¡Manes de los Alcohólicos Anónimos!

Lo llevé a una tienda vecina a fin de rehabilitarlo con unos tra-gos de brandy mezclados con soda. Por poco desmenuza el vaso entre las manos al tratar de llevarlo a los labios a causa el nerviosismo que lo alentaba.

- ¿Quién es? -me preguntó don Guillermo-

- Un compañero de oficina, muy valioso intelectualmente y de buen linaje. Es el prototipo del genuino cachaco bogotano, de los que ya quedan pocos; pero alcohólico consumado que no podrá dar marcha atrás. ¿Lo llevamos?

- Hay sitio. Lo embarcaremos adelante con el chofer. Y allí pensaba yo qué consecuencias nos traería el haber optado por la calle de "El Chibcha". Tendríamos la incomodidad del borrachito pero a la vez sacaba a un amigo de un apuro. Había sido mejor así.
Minutos más tarde tuve que empezar a arrepentirme de mi buena acción. El condenado viejo estaba casi en situación de delirium tremens.

¡Ábrase, por favor que nos matamos! ¡Por Dios, se nos vino ese camión encima!...

Exclamaciones como estas lanzaba a cada momento, ya ante el temor de rodar a una zanja ya ante la idea de ser desbaratado por alguna de las máquinas que venían en dirección contraria. En una ocasión el chofer detuvo el vehículo y nos advirtió muy respetuosamente que consideraba altamente peligroso seguir conduciendo con aquel loco al lado.

- Tenga paciencia por un rato -aconsejé don Guillermo. En la primera cantina que encontremos le suministramos una botella de aguardiente a este pobre viejo y eso cambiará la situación.

Antonio Luis al parecer no advertía nuestra charla. Angustiado por el nerviosismo miraba con ojos desorbitados a un lado y otro de la carretera y cuando divisaba a jinetes o a peatones, se agachaba para no ser descubierto por ellos. A nosotros empezó a parecemos divertida la situación. Desde nuestro puesto observábamos sus grotescas actitudes y las miradas fulminantes que a ratos le lanzaba el chofer, quien de buena gana lo hubiera desembarcado en la carretera sin miramiento alguno al no ir nosotros allí. El tiempo que hasta un poco antes había estado espléndido de pronto se tornó hosco. Lo que no es raro en la sabana de Bogotá. Un rayo zigzagueó en la cercana cordillera y gruesas gotas de lluvia seguidas luego de granizo comenzaron a golpear los cristales del automóvil. Instintivamente guardamos silencio.

La tormenta arreció de manera sorprendente. Rachas huracanadas barrían con furia el pavimento provocando la formación de cortinas de agua pulverizada que eran empujadas majestuosamente, impidiendo toda visibilidad. Las descargas eléctricas se sucedían en forma atropellada y con impresionante estruendo. La ruta se tornó demasiado lisa y de consiguiente peligrosa.

- ¿Paramos, señor? -Preguntó el chofer.

- Siga, hombre, siga aunque sea despacio -Contestó don Guillermo. Usted es un tigre para el timón. Pero cuídese del loco que lleva al lado.

Todos continuamos en silencio, quizás un poco abatidos a causa de las circunstancias. Rosita estaba pálida y había cerrado los ojos en actitud de dormitar. Pero los bruscos patinazos del automóvil la sobresaltaban y en su cara se reflejaba indecible angustia.

- Rosa: ¿Te sientes mal?

- No podría explicar qué tengo -contestó-. Y trató de estirarse como con fatiga de ir sentada.

- El cambio de clima, la altura, los rayos, los truenos. Hay muchos factores -insinuó don Guillermo-. Ya estamos acercándonos a Bogotá. En el hotel estará tranquila.

Tomé una de sus manos y traté de abrigarla porque estaba fría. Rosa no rechazó mi actitud y permitió que yo oprimiera y acariciara esa mano adorada. Era el único pero elocuente lenguaje que en esos momentos podíamos emplear para expresarnos nuestro encendido amor.

-o-

¿Cómo transcurrieron las cosas? En el aturdimiento producido por la tragedia no lo pude precisar. Todo fue tan violento y sorpresivo. De los informes incompletos y confusos que obtuve después, deduzco que una pesada volqueta conducida en contravía a loca velocidad por un obrero borracho se estrelló contra nuestro carruaje causando destrozos irreparables y fatales.

Y ahora me encontraba allí, en el cuarto número 512 de la clínica de Santa Isabel de Hungría, sentado en una butaca, sumido en indefinibles cavilaciones, con la mirada perdida en el vacío. La inyección de un sedante me hacía inmune a los dolores que en esos momentos pudiera producir me una herida que los médicos acababan de coserme. En el cuarto vecino, don Guillermo, mi noble amigo, con una pierna fracturada, dormía cobijado por el manto eficaz de los calmantes. Junto a mí, en una cama inmaculadamente blanca, olorosa a antisépticos fuertes, estaba Rosita, pálida, inerte, sumergida todavía en el profundo sueño causado por la anestesia.

Una enfermera llegó con un frasco de suero. Las agujas resultaron obstruidas y tuvo que pinchar varias veces el brazo delicado de la paciente para que las gotas del medicamento empezaran, a deslizarse cautelosas por el tubo de plástico a cumplir su salvadora misión, iPobre Rosita mía! ¡Qué lástima! Horas antes la había visto hermosa, festiva, fresca como una flor recién abierta a las caricias del sol de la mañana. Y ahora la tenía ahí como una muñeca destrozada, en la antesala de la muerte. Sus ojos estaban apagados bajo las sedosas pestañas, sus mejillas mostraban el color de la cera, la nariz se le había perfilado y los labios se le notaban ligeramente contraídos. Como aturdido me incliné hacia ella y le acomodé en posición conveniente un brazo que le descolgaba en el borde de la cama.

- ¿Por qué no se acuesta? -Me dijo la enfermera sin mirarme, mientras examinaba un termómetro. Usted también está herido pero es sumamente terco. De una terquedad que le envidio pero que aquí no me sirve de nada. Váyase a su cuarto.

- Perdone, señorita. No tengo valor para hacerlo. Quiero estar junto a ella..., hallarme presente cuando se despierte, para volver a ver sus ojos abiertos, para escuchar de nuevo su voz... Más bien hágame un favor; ¿quiere? Marque este número de teléfono y comuníquese con mi mamá. Cuéntele lo que me pasa y ruéguele que, si puede, venga a acompañarme. Aunque está avanzada la noche... ¡Oh, Dios mío! si Rosita llegare a morirse, que haré yo entonces... (Y apreté mi frente con las manos tratando al tiempo de reprimir los sollozos).

- Cálmese. Sea fuerte. Tenga paciencia. ¿No oye?

- ¿Qué?

- Esa sirena que aúlla abajo en la calle. Son enfermos graves, moribundos y los traen en ambulancias. A cada rato llegan acompañados de las lágrimas y de la angustia de sus familiares. Y sin embargo a muchos de ellos, si no es a todos, los devolvemos días o semanas más tarde buenos y sanos, al seno de sus familias. Tómese esta droga para que alivie sus nervios y voy en seguida al conmutador a llamar a su mamá.

Obedecí sin dilación. Las palabras de la empleada me habían despertado una remota pero bella esperanza; y en correspondencia por su bondadosa actitud no quise contrariarla. Sumisamente puse la pastillita en mi boca y la pasé con unos sorbos de agua. Me levanté y me puse a mirar a través de los cristales de la ventana hacia la calle que estaba desierta. Una lluvia persistente caía sobre el pavimento rebotando en chispas juguetonas a la luz de los bombillos del alumbrado público. En mi cabeza experimentaba la sensación de algo así como el ruido que hace un río cuando se despeña de gran altura. Me acerqué de nuevo a Rosita y palpé su temperatura. Estaba demasiado fría. La enfermera había salido. Me senté a esperarla y cerré los ojos agobiado por una intempestiva modorra pero con los oídos atentos a cualquier sonido por leve que fuera. Un gemido de la enferma hubiera sido suficiente para hacerme levantar como un resorte.

Transcurrió una hora sin que surgiera novedad alguna. Pero luego, Rosa se enderezó de pronto con agilidad y se sentó en el borde de la cama. Estaba pálida pero arrobadoramente bella. Los cabellos le descendían en graciosos bucles hasta los hombros; vestía una ligera túnica de seda azul que la cubría hasta los pies. Descalza y con los ojos adormilados caminó hacia mí extendiendo los brazos como sonámbula.

¿Rafael! -exclamó-. Déjame apoyarme en ti y huyamos antes de que vengan ellos.
La abracé y la besé en la frente. Después, cogidos de las manos, huimos precipitadamente por un pasadizo que era precisamente una excavación alumbrada a trechos por bombillos eléctricos. Sí; reconocía perfectamente el sitio. Eran los túneles de la mina de sal. Caminamos y caminamos sin rumbo determinado sintiéndonos perseguidos.

Sin saber cómo, desembocamos en una espaciosa galería y el espectáculo que se presentó a nuestra vista nos dejó casi petrificados. Se celebraba al fondo un aquelarre y el centro de aquella reunión era nada menos que el mismísimo satanás, quien se hallaba sentado en un trono. Dos enormes perros negros de ojos de fuego y lenguas muy rojas, que jadeaban, le hacían guardia a lado y lado. Un centenar de hombres y mujeres se encontraba en expectativa en reverente semicírculo, a varios metros del sitial. Las mujeres muy pintarrajeadas vestían trajes inmodestos y exhibían en su cara las huellas de abusos y vigilias en prolongadas bacanales. En el grupo se mezclaban algunos íncubos y súcubos. La bóveda estaba iluminada por humeantes antorchas, como las del fuego olímpico, alimentadas por resinas. En el centro del espacioso y desocupado semicírculo crepitaba un brasero.

Satanás hizo sonar un gong con el tridente y a continuación habló: "os he congregado a vosotras, almas sacrílegas que cumplís mis mandatos y no os atemorizáis por los anatemas de los curas; a vosotras, parejas de lujuriosos enamorados, de adúlteros y homosexuales, que fingiendo venir a rezar aprovecháis el ambiente sosegado y la penumbra de estos socavones para profanar con vuestros besos y relaciones impúdicas este lugar que alguien dedicó a la llamada Patrona de los Mineros. Os aplaudo porque adivináis y cumplís mis designios. No vaciléis. Dejad a Esa en la cueva que la mojigatería le consagró, dejadla en la bóveda maldita en donde yo no puedo entrar. Ja, ja, ja. 'De estas bóvedas se hará una iglesia y en este sitio se erigirá un altar'...Ja, ja, ja... Mas no contaban con vosotros, adeptos míos. Os he congregado para brindaros una orgía y deciros que vuestros son los dominios infernales".

¡Salve, Satanás, príncipe de las tinieblas! -Vociferó aquella congregación de renegados, gesticulando y emitiendo terribles alaridos.

Satanás lanzó entonces un puñado de polvos al brasero del que surgió una columna de vapor de color indefinible y de ella emergió una bellísima joven que saltó elegantemente al espacio despejado del semicírculo, seguida por un grupo de demonios vestidos de rojo y provistos de tridentes que remataban en cabezas de víboras. Venía ataviada a la usanza de la corte de María Estuardo. La reconocí. Yo había visto años antes a esa joven en un espectáculo nocturno en Caracas. A una señal de Satanás, el ballet empezó al compás de pífanos, panderetas, timbales, maullidos, rechinar de cadenas y gemir de condenados. Y mientras la bailarina danzaba fue desprendiéndose graciosamente de su vestido; primero, las mangas postizas, después la pechera, luego la falda, y así hasta quedar casi desnuda, cubierta únicamente por un diminuto bikini cuya pieza superior estaba constituida por dos hermosísimas rosas colocadas sobre los senos. Hizo en seguida el coqueto ademán de desatar las cintas que sujetaban aquellas dos rosas y yo sentí correr por mi sangre un intenso y extremado sentimiento de lujuria que estremeció todo mi cuerpo.

Rosa que permanecía abrazada a mí, helada del susto, me llamó la atención con un movimiento convulsivo, hacia el amo de la fiesta. Satanás había clavado su mirada fulminante en nosotros y haciendo restallar un látigo, gritó:

Parad. Hay aquí dos intrusos a quienes se debe castigar. ¡pero!!Satiriasis! Cumplid vuestra obligación. -Dos demonios deformes se levantaron prestamente y se dirigieron hacia nosotros precedidos de cuatro repulsivas serpientes. La gritería de la concurrencia fue atronadora: cazadlos! ¡Traedlos para la torturad...

Yo huí con Rosa casi desmayada en brazos. Y mi marcha era muy torpe porque el terror paralizaba mis piernas. A cada curva del túnel yo volvía mis ojos angustiados hacia nuestros perseguidores quienes continuaban en seguimiento nuestro, con paso mecanizado como el de los robots, sin prisa, tal cual si se recrearan prolongando aquella persecución. Milagrosamente traspasamos la reja que nos separaba de la iglesia y nos pusimos a salvo. Demonios y serpientes se evaporaron en una crepitante humareda de apestoso azufre. Deposité a Rosita en un reclinatorio y ella me miró con
agradecida dulzura:

- Eres valiente, amor mío. Bésame, bésame con ardor. -Y me brindó sus labios-.

Inflamado pasionalmente me incliné hacia ella y en ese preciso instante me detuvo el estruendo de una violenta explosión, como la de una bomba bélica de extraordinarios efectos destructivos, cuyo eco se transformó en una voz potente, misteriosa y profunda que estremeció aquellos socavones:

"DESATA LAS SANDALIAS DE TUS PIES PORQUE ESTE LUGAR ES SANTO... SANTO...TO...TO...0...0...o...o."

Me levanté asustado y con los ojos desmesuradamente abiertos. Pero todo seguía igual en aquel cuarto 512, exceptuando a mi madre que ya estaba allí con mi hermano Agustín junto al lecho de Rosita. Me miré compasa va y me dijo:

- Estabas dormido, hijo, y te ha despertado la violencia del trueno. El rayo debió de caer muy cerca. Ha llovido toda la noche. A ver te miro esa herida. No había querido despertarte.-

Me examinó con ansiedad de madre, detenidamente, y concentró luego su atención en Rosa.

- ¡Qué bella es! -exclamó con ternura, acariciándole suavemente las mejillas-. ¡Corazón de Jesús! es terrible pensar siquiera en que pueda morirseo ¿Y esto.cómo fue por Dios?

- Se estrellaron simplemente -Comentó la enfermera con displicencia-. Es lo común y corriente en los fines de semana y en los días de fiesta. La señorita sufrió bastante pero está en manos de médicos muy buenos. Como no quede prisionera en una silla de ruedas... Hay lesiones muy delicadas.

Enardecido de furia pensé gritarle: icállese! que nadie le está pidiendo su estúpida opinión. Pero mi madre moderó mi exaltación con un ademán y me reprochó en tono amable:
- ¡Ay, Rafael... Rafael! Tú me estás ocasionando más canas de las que en realidad debo tener. Ni siquiera me avisaste que ibas a salir de la ciudad. Si te hubieras matado... -Y se enjugó las lágrimas-.

Yo no respondí. Me encontraba casi extraño a la realidad repasando interiormente los confusos acontecimientos. En lucha contra el sueño volví a la ventana. Desde allí podía ver la ciudad, pues el edificio de la clínica se encuentra en las estribaciones de la cordillera. En varias ocasiones había yo pasado tarde de la noche por la carretera que la bordea y me había detenido a contemplar el cautivador espectáculo que presenta al fondo el paisaje nocturno de la capital, con su miríada de luces multicolores que titilan en la distancia, causando en el alma una ansiedad dulce e indefinible como cuando se contempla el parpadeo de los luceros en las calladas noches de verano.

Cuántas cosas, pensé, estarán sucediéndose ahora, al filo de la medianoche, en el insondable secreto de esta urbe aparentemente dormida. Me parece ver al fraile que en su celda repasa con ojos soñolientos salmos de esperanza en los ajados breviarios; a la madre desvelada que lucha con angustia a la cabecera del hijo enfermo, a la espera de la aurora que es el consuelo de los que sufren; allá más lejos, en el cabaret suntuoso, a las parejas enlazadas que giran con la embriaguez del licor y de la música ardiendo en la sensualidad que abrasa con los contactos de la danza; mientras en la calleja oscura, la descarnada mujerzuela se desliza como un reptil en busca del postor infame que ha de pagarle un precio por su carne inmunda, pasto seguro de gusanos. En cuántas de esas habitaciones desdibujadas por un tenue manto de llovizna se desarrollan en estos momentos escenas de sensualidad y de pecado... Traiciones conyugales... robos... asesinatos... En cuántas otras quizás se ora, se trabaja, se sufre o sencillamente se duerme. ¡Señor! y pensar que has dicho que la muerte habrá de sorprendernos entrando por la ventana como un ladrón.

Pasaban lentamente las horas y yo contra mi voluntad rumiaba las crueles palabras de la enfermera: "como no quede prisionera en una silla de ruedas... Hay lesiones delicadas", Y si esas lesiones fueran cerebrales, ¿qué clase de futuro le aguardaba a Rosita? ¿Una vida meramente vegetativa?

El ruido de voces y portazos en un vehículo me llamé de nuevo la atención hacia la calle. Varias personas se ocupaban en meter un ataúd en una camioneta y un sobresalto más me agitó el corazón: nuestro chofer y mi amigo Antonio Luis ¿qué suerte habrían corrido? Allí en el cuarto, el peso de la vigilia se había hecho sentir en los párpados de mi madre, en Agustín y en la enfermera misma. Dormitaban.

Un grito inesperado de Rosa nos hizo acudir en su ayuda con presteza:
¡Agua! ¡A...gu...a...! -exclamó jadeante-

Ya, hija; ya te traemos el agua -susurró mi madre sollozando-

Rosita hizo ademán de sentarse pero logramos contenerla. Con ojos extraviados que quizás no veían a nadie empezó a mirar de un lado a otro, mientras palpaba instintivamente los bordes de la cama como si tratara de encontrar algo de qué aferrarse. La respiración se le tornó más agitada. Una gota de sangre se asomó tímidamente a una de las ventanillas de su nariz y se deslizó luego hasta detenerse en la comisura de los labios. El sudor le humedecía los cabellos y la frente. Aterrado observé que entornaba los ojos.

- ¡Rosa, Rosita mía, no te mueras; no te vayas! -Grité como un loco sacudiéndola para impedir que cayera en los brazos de la muerte. Pero ella no podía oírme. Tenía la cabeza descoyuntada como la de un pajarillo que choca en vuelo contra el muro y queda exánime sobre el pavimento.-

- En realidad, esta niña se nos está muriendo -Exclamó alarmada
mi madre-. ¡Un médico! ¿Pero es que no hay un médico en esta clínica?

La enfermera muy nerviosa habló algo por el teléfono interno escuchó la respuesta y tiró el aparato con indignación. ¡Malhaya sean! No hay un médico disponible. Todos están en cirugía. Voy por una inyección.

Miré desconsolado un cuadro de Santa Teresita que había en la pared. Pero la bella monjita, con su inalterable dulzura, parecía ser indiferente a mi profunda angustia.

Rosa se quejaba penosamente y haciendo un instintivo esfuerzo en su lucha con la muerte trató de sentarse. Mi madre, Agustín y yo la ayudamos a incorporarse y colocamos una almohada a su espalda para hacer más cómoda su posición.

- Qué tienes, hija. Qué sientes, qué te duele -Preguntaba afanosamente mi madre-. ¡Dios mío, qué le damos!

Ella, sin responder y expresando en el semblante dolor y cansancio recorrió varias veces con la vista lo que estaba a su al rededor, detuvo de pronto su mirada en mí, una mirada profunda con la que quiso decirme algo, y dejó caer su cabeza desgonzada hacia adelante. ¡Había muerto! ¡Señor! recibidla en tu seno. -Musitó alguno de los presentes-Sollozando ayudé a mi madre y a mi hermano a tenderla sobre la cama. Junté sus pálidas manos sobre su pecho y puse en ellas un crucifijo que arranqué de una cadena que yo llevaba. Piadosamente cerré sus bellos ojos ya sin expresión, la besé en la frente, y sintiéndome vencido hasta lo infinito, me retiré a un rincón del cuarto a llorar como un niño mi desventura.

-o-

No sé cuánto tiempo duré así. Cuando mi madre se presenté a instarme a que le recibiera unos sorbos de café, un día opaco, abrumado de tristeza se asomaba a la ventana. Abismado en mi pena oía indiferente a las monjas que en la capilla recitaban los salmos del amanecer; mientras a lo lejos, las campanas de una iglesia doblaban acongojadamente por aquellos que ya emprendieron el viaje hacia el Imperio del Gran Silencio, de donde ninguno regresa ni de nadie se recibe respuesta; en donde no hay dimensiones ni de tiempo ni distancia sino una incógnita misteriosa, divina pero humanamente indescifrable que impotentes y confusos solemos llamar ETERNIDAD.