| Iscalá Del
libro inédito, Chinácota diversa y soñadora, de
Guido Pérez Arévalo
Envuelta
en sus brumas, Iscalá muestra las cimas en uno de los lugares más
hermosos de la Cordillera Oriental. En sus laderas soñaron los chitareros
con un mundo verde, repleto de espigas que anunciaran el pan de cada día;
pero se extinguieron, acosados por el hambre, las epidemias, los tributos y las
presiones de los encomenderos. El eco de sus fiestas continúa en las notas
de la quebrada cantarina que horada el valle y serpentea entre el paisaje.
Los
chitareros dejaron poco para que se les recordara; las investigaciones arqueológicas
apenas registran algunos fragmentos cerámicos prehispánicos, metates,
hachas líticas y lomas terraceadas. Nada más. El
entorno maravilloso, en cambio, se conserva en el verde de sus pastos con los
puntos rojos de la frambuesa silvestre; en la orquídea de figuras caprichosas,
con sus colores mágicos; en las aguas transparentes y en las aves con plumajes
exóticos. En el aire fresco, en las nubes pasajeras, en los árboles
tutelares, en los sonidos del bosque y en los trinos de las aves. Una
mujer hermosa, como la princesa Ilabita, que alguien inventó, y un campesino
recio, con herencia de cacique, enriquecen el paisaje. La montaña, siempre
altiva, está cargada de sueños y de historia. Los
ritos de Iscalama, Chirama y Caipaquema irrumpen en el silencio de la noche y
se convierten en eco de un chorro de aguas cristalinas. El
nopal, invasor de tierra extraña, ha parido una flor amarilla. Sobre la
penca, unas letras anuncian el paso de dos enamorados. Allí quedó
el mensaje, que nadie lo profane. Un
general hizo con sus manos una hacienda, que no fue cuartel para la guerra, cuando
los tambores recorrían con sus ruidos de violencia todos los rincones de
la patria amada; cuando los partidos jugaban a la democracia con la codicia de
sus vientres insaciables. Iscalá
fue tierra generosa: los ganados se cebaban en las pausas de la guerra. Crecía
el trigo y en pan se convertía. Dios mandaba la lluvia y el campesino agradecido
se pegaba a su labranza para criar a los hijos que llenaron las páginas
de los libros eclesiásticos y los apolillados archivos notariales. La
civilización ha modificado el entorno natural, pero no ha logrado arrancarle
sus encantos. Un camino negro quebró sus lomos para que pasaran los cuadrúpedos
modernos, con sus extremidades de caucho, estelas de gases tóxicos y ruidos
contaminantes. La
casa de Santa Eduviges, ahora está al revés: siguió de cara
al Camino Real que conducía a Toledo. Ese camino se pierde en la nostalgia
mientras la hierba del potrero invade sus memorias. Perdió a sus arrieros,
a peregrinos y turistas, y a los encargados del correo. | | Las
linternas de los guerrilleros pasaban con sus luces tristes por las fronteras
del patio familiar. Formaban una fila sin fin, con sus espectros de miedo y de
miseria. Aquella
casa, de patio con fronteras peligrosas, se quedó en el tiempo. Se paró
en sus años; las comodidades modernas han entrado con alguna timidez. Allí
están sus paredes de tapia pisada, pintadas de blanco y marrón;
también las columnas de madera, los cuartos con techos muy altos. Y, muy
cerca, los corrales, donde las vacas fueron terneras y los toros se turnaron en
mil generaciones para procrear las crías que más tarde se convirtieron
en presas para el peón hambriento o en filetes sobre manteles de tul. En
los rincones duermen los baúles que le ganaron la guerra a las termitas.
Olores de naftalina remplazaron las fragancias naturales de los pañolones
negros con bordes trenzados. Una cinta roja se ha vuelto una corbata para atar
viejas cartas de amor o para sostener un fardo de fotografías, tomadas
con enormes cámaras de madera y fuelle. Un cuaderno, con las hojas deterioradas
por el tiempo y por el uso, registra la inauguración de una escuela rural
o el primer rayo de la bombilla eléctrica, instalada en la esquina de la
casa. Doña
Chepa, quien hacía parte del paisaje con sus dimes y diretes, abandonó
su cuaderno de apuntes y se fue en busca de horizontes infinitos. Santa Eduviges
sin ella no es la misma. Se levantaba con la aurora para despedir al marido que
iba por la vaca horra. Regaba sus matas con la totuma de tomar café y recogía
el pichón del tordillo que piaba impotente porque se cayó del nido.
En las
tareas cotidianas, un puñado de maíz vuela por los aires, sobre
una manifestación de gallinas que acosa a su dueña. El perro ladra
porque llegó el lechero o porque una piedra del niño, que va para
la escuela, zumbó sobre su testa. En
la cocina se oyen ruidos de vasijas de barro y un hilo de humo, con aromas celestiales,
emerge desde el techo en busca de las nubes. Iscalá
es eterna, preciosa, como una joya virgen; altiva, singular, fresca, siempre verde
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