Este 28 de mayo de 2025, se cumple un siglo del nacimiento de mi hermano Efraín Claro Franco, segundo hijo de mi padre, fruto de su primer matrimonio con doña Carmelita Franco Navarro. Cien años después de su llegada al mundo, su recuerdo permanece vivo con la misma fuerza serena que lo definió en vida: discreto, pero inolvidable.
A Efraín —a quien con cariño llamábamos Francho, y otros preferían decirle Fincho— lo acompañaron siempre tres pilares inquebrantables: disciplina, integridad y sencillez. Fue un hombre que no necesitó adornos ni discursos para enseñar. Su ejemplo hablaba por él. Callado, firme, constante. De esos seres que no levantan la voz, pero cuya sola presencia impone respeto.
Quienes lo conocieron coinciden en lo esencial: Efraín era un hombre confiable. Su palabra era compromiso; su presencia, una lección. Su trato, respetuoso pero firme, inspiraba sin necesidad de imponer. Fue papá, hermano, hijo, amigo, trabajador incansable y, por encima de todo, un ser humano leal a sus principios. Hoy, la memoria me lleva a escenas que aún brillan con emoción. Recuerdo aquel instante inolvidable para los hermanos Claro Torrado cuando, a lo lejos, en la curva, se divisaba su Nissan color amarillo. Y se escuchaban los gritos: —¡Papá, llegó Efraín! ¡Papá, llegó Efraín! La alegría era inmensa, desbordante.
La llegada de Efraín era una fiesta del alma. Su visita anunciaba momentos entrañables: las crocantes galletas Macarena, dulces de toda clase y, casi siempre, llevaban un pequeño televisor donde podíamos ver los dibujos animados del Correcaminos, el Coyote, y aquel sin igual programa del Topo Gigio. Todo eso acompañado, como era costumbre, de un buen sancocho compartido que unía a toda la familia alrededor del calor y la palabra.
Siempre llegaba acompañado de su esposa, doña Leticia Arévalo y de sus hijos: Aidée, Yanith, Anyul, Neftalí, Martha Cecilia, Fredy, Hernando, Astrid y Efraín Balmiro. Su sola presencia traía afecto envuelto en sencillez, cariño sin alardes y generosidad en cada gesto. Era un reencuentro que se esperaba con emoción, porque cuando llegaba Efraín, ¡se armaba la parranda! También llegaba la calidez del hogar extendido.
Al caer la tarde, el protagonismo cambiaba de manos y pasaba a mi madre, doña Rosabel Torrado Claro. Me parece verla aún, con sus cachetes colorados por el calor del fogón de leña, preparando con amor sus inigualables arepas ocañeras de doña Rosita, rellenas de queso criollo, elaborado con esmero por sus propias manos laboriosas. Se armaba entonces una especie de ritual familiar: una fila alegre de quienes esperaban su turno, porque las arepas salían calientes, humeantes y crocantes. Era tal el encanto de su sabor, que muchos pedían repetir. Aquello no era solo comida: era tradición viva, encuentro, memoria que se tejía con maíz y cariño.
Esas deliciosas arepas tienen historia. Muchos parientes las añoran, no solo por su sabor, sino por lo que representaban: el hogar, la unión, y el amor que mi madre ponía en cada una, como si fuera su forma secreta de abrazarnos a todos.
La trayectoria comercial de mi hermano fue ejemplar. No existen registros formales de sus estudios de primaria, ya que fue su madre, doña Carmelita Franco Navarro, quien asumió su formación básica, como maestra y como guía. Desde joven, Efraín se vinculó al trabajo agrícola, destacándose en el cultivo de cebolla cabezona, siguiendo los pasos de su padre, el pariente Juan Nepomuceno Claro Bayona, reconocido como El Pariente y cariñosamente llamado por los nietos ‘Papá Juancho’.
Más adelante, ejerció como guardián de rentas —Control del contrabando de licores—, esta experiencia y su espíritu inquieto y su mirada hacia el futuro lo empujaron a emprender. Su vocación comercial lo llevó a incursionar en el negocio del café, que empezó a llevar de contrabando hasta Aruba, Curazao y otras islas del Caribe. Fueron años de sacrificio y aprendizajes, en los que no todo fue abundancia, pero sí constancia y dignidad.
La honestidad, la responsabilidad y el respeto por la palabra fueron su mayor capital. Para él, un compromiso no era una formalidad: era un sello de honor. Esa actitud lo llevó a consolidarse como productor de pan al por mayor, y posteriormente, a fundar un depósito de abarrotes, un establecimiento que marcaría una época en la región.
Gracias a su ética de trabajo y a su confiabilidad, obtuvo la distribución exclusiva de productos de la empresa INDUMIL, incluyendo pólvora a granel, plomo y cartuchos para escopeta de cacería. Fue uno de los distribuidores más destacados en la provincia de Ocaña. El tiempo y la dedicación lo convirtieron en un comerciante en la Provincia de Ocaña, y en un exitoso ganadero en el Sur del Cesar, reconocido, respetado y recordado por generaciones. Su establecimiento de comercio, ubicado en la tradicional calle del Dulce Nombre, fue durante años un símbolo de esfuerzo, constancia y confianza. Porque quienes cruzaban esa puerta sabían que trataban con un hombre de palabra.
Su vida fue testimonio de los valores que distinguen al verdadero comerciante: honestidad, perseverancia, responsabilidad y una ética inquebrantable. La historia familiar no se puede contar sin nombrarlo. En su andar sereno dejó huella. Nunca buscó protagonismo, pero fue protagonista de lo que realmente importa: el deber cumplido, su generosidad, el apoyo silencioso, el amor manifestado en actos concretos y constantes. Finalmente, quiero recordar a mi hermano Efraín con el más profundo sentimiento de gratitud. Su generosidad no fue solo un rasgo de carácter, sino una forma de vida. Y yo mismo soy testigo de ello. En 1990, cuando llegué a Bucaramanga a trabajar en la Universidad Santo Tomás, Neftalí, me dijo: —“¡Papá compró una casa en Bucaramanga y Balmiro vive solo, habla con él!”
Efraín no dudó en abrirme las puertas de su casa en el Barrio El Prado. Me acogió durante un buen tiempo con esa hospitalidad silenciosa que siempre lo caracterizó. En ese espacio compartí no solo techo, sino afecto y reuniones familiares de gran recordación. Allí compartí con Efraín Balmiro, un sobrino con quien siempre tuvimos una relación respetuosa, amable y momentos de camaradería. El respaldo de mí hermano, la confianza y su apoyo discreto, pero constante, hacen parte, de todo lo que hoy agradezco con el corazón en la mano.
Porque más allá del comerciante, del hombre respetado por su palabra, del padre ejemplar, Efraín fue, para mí, un hermano en toda la extensión del amor fraterno.
El 28 de agosto del año 2000, mi hermano Efraín Claro Franco terminó su ciclo terrenal y emprendió el viaje definitivo a la casa celestial, donde ahora disfruta de su Pascua eterna. Pero su presencia no se fue, sigue viva en cada uno de sus hermanos, hijos, nietos, sobrinos, amigos y en quienes, como yo, tuvimos el privilegio de compartir parte del camino con él.
Sí, hay vidas que no terminan, solo se transforman en luz, en recuerdo y en ejemplo. Hoy, al conmemorar su centenario no lo hacemos con tristeza, sino con gratitud. Porque su vida no fue un paréntesis discreto, sino una columna silenciosa que sostuvo más de lo que muchos alcanzaron a ver. Efraín Claro Franco es, y será siempre, parte de lo mejor de nosotros.
Gracias, Francho. Tu vida fue un regalo. Tu recuerdo, una herencia que nunca se olvidará.
Bucaramanga, mayo de 2025

