En el atardecer de mis sesenta y cinco años, parpadean en mi memoria fragmentos de imágenes que fluyen como una película. Alcanzo a observar un corredor amplio, una cocina humeante, un patio empedrado y una casa de paja inmensa, a la orilla de una carretera destapada por donde pasan camiones de carga y buses intermunicipales, dejando una polvareda gigantesca. Son hermosas láminas del recuerdo que reviven los años compartidos con mis nueve hermanos Claro Torrado y los diez mayores Claro Franco. Esa casa campesina dignifica la vida de una familia numerosa, regentada desde el 25 de septiembre de 1947 por mi señora madre Rosabel Torrado Claro, quien a sus escasos 17 años se convirtió en la segunda esposa de mi padre un campesino y comerciante de 49 años, don Juan Nepomuceno Claro Bayona. Él había perdido a su primera esposa el 30 de septiembre de 1944 y desde entonces se dedicó a superar su duelo y cuidar de sus diez hijos, seis mujeres y cuatro hombres, entre ellos tres menores de edad.

Al llegar a la casa Bellavista, mi madre, toda una dama esbelta, enamorada y con donaire, se enfrenta, como es natural a cuatro hijas de su amado esposo, mayores que ella, quienes defendían su territorio. Sin embargo, tuvieron que ceder ante la férrea defensa de mi padre. Ella recuerda con gratitud el apoyo incondicional de Graciela, una niña de tan solo nueve años que se convirtió en su apoyo incondicional en la maternidad de los diez nuevos hermanos. Fue el soporte y compañera de noches en vela cuidando de sus hermanos menores. Igualmente, recuerda mucho y vive agradecida por el definitivo apoyo de Efraín, Adolfo, Juan Bautista y Rodolfo, los hijos varones.

Corría el año 1966 y febrero marcaba el inicio del año escolar. En la cocina de la casa Bellavista, el desayuno consistía en arepa de chócolo con queso criollo preparado en casa. Aquella mañana mi madre dice: “Bernardo, hoy acompañás a Marianito hasta el salón y a Chabelo me la llevas hasta la Escuela de niñas y regresan los tres juntos”. Agregó: “Hoy Marianito le llevará flores a la Santísima Virgen María por ser el primer día en la Escuela. Ya voy a cortarlas". Se fue a seleccionar las mejores dalias y rosas y, organizó un pequeño arreglo.

Aunque todo parecía normal, por mi mente pasaban infinidad de inquietudes, mientras los tres caminábamos rápidamente de la mano de Bernardo al llegar a la escuela, mi hermano me indicó: “Ese es el salón de primero atrasao entras y saludas” y se fue a llevar a Chabelito. Yo me quedé mirando la puerta del salón de clases y experimenté un vacío en el estómago, eran como mariposas que me impedían caminar hasta la puerta del aula. Me preguntaba y ¿cómo saludo? ¡Qué horror! Ese instante quedó grabado en mi memoria para siempre. Fue un momento enigmático y sin pensarlo, lo primero que hice fue deshacerme de las flores. —Las coloqué debajo de un mirto— En medio de ese dilema, sin darme cuenta, fui sorprendido por una figura elegante que me observaba desde la ventana del salón. Aquella bella mujer era la señorita Aurita Claro Torrado, mi primera profesora, tomó mi mano y con una sonrisa encantadora, dijo: "Marianito, buenos días. Mucho gusto de conocerte, tienes unos ojos divinos. Bienvenido a tu primer año escolar, pero las flores son para la Virgen, ¿cierto? Entonces, recógelas". Con resignación las recogí y se las entregué. Haciendo un gran esfuerzo para superar mi terrible timidez, como pude, dije: ¡Mamá le mandó esto para la Virgen! Con esa ternura que solo se iguala a su belleza, acarició mi mejilla y dijo: "Gracias, mijito". Aurita Claro Torrado, la inolvidable profe que inauguró mi recorrido académico, vive en la memoria de mi corazón con una gratitud inmensa. Muchos años después, me enteré que mi madre nos siguió, guardando cierta distancia para no ser sorprendida y estuvo observando mi comportamiento al ingresar al salón. Es más, ya estaba decidida a actuar cuando la profe salió recibirme. ¡Gracias eternas!

Mi madre, con su humildad, dedicación y bondad, consintió nuestros caprichos. Muchas veces nos decía: "Que Juancho no se dé cuenta", pero en ese entonces tenía un temperamento fuerte y sus enérgicos regaños lograron que nosotros tuviésemos la disciplina, el respeto y la dignidad que nos caracteriza como personas de bien. Igualmente, el temple, señorío y personalidad de mi padre impregnaron en nosotros valores como la responsabilidad, compromiso, lealtad y el respeto por los demás. Cada uno de los hermanos labró su camino con el sacrificio, esfuerzo personal y el apoyo de Juan Abel, Yolima, Eucaris y Bernardo.

Pasaron los años cargados de emociones, grandes desafíos, superando dificultades económicas y adversidades, cómo aquel día en que conocimos el diagnóstico sobre el estado de salud de mi padre. —Metástasis por cáncer de próstata—. La paciencia de mi madre se volvió un manto protector, durante ese desierto y calvario de siete años, donde ella estuvo firme junto a él sin declinar, dando una lección eterna de entrega, porque su amor no conoce límites, envolviéndolo con ternura hasta su último aliento y experimentar la muerte de su amado esposo. Desde ese día, he contemplado cómo la alegría de su rostro se desvaneció, pero ella es fuerte por naturaleza y tiene la tranquilidad del deber cumplido.

Recuerdo que el día de la ordenación sacerdotal de Jesús Emiro, —su hijo— contemplé de nuevo en su rostro la felicidad, sí, ella se sentía orgullosa de su hijo sacerdote; evidentemente ese 18 de noviembre de 1989 fue un día muy especial para la familia. Desde ese momento se convirtió en la compañera y protectora del Padre Jesús Emiro en cada una de las Parroquias donde mi hermano prestó sus servicios pastorales a la Diócesis de San José de Cúcuta.

Es hermoso ver su piel sedosa en sus casi 94 años; parece que los años no hubiesen afectado su piel de durazno y la vitalidad prevalece, sin embargo, en su cuerpo se evidencian el trabajo, la maternidad de sus diez hijos, las cirugías y la dureza del tiempo. La realidad de nuestra existencia nos hace frágiles al pensar que llegará el día irremediable en que termine el ciclo de su vida. Mi intuición susurra que pronto nos dejará, pero antes que la despedida llegue, es imperativo rendir homenaje a la mujer que ha sido el epicentro de nuestro universo en la familia Claro Torrado.

Mi madre es amor y fuerza; ha demostrado año tras año que sus desvelos han sido pequeñas constelaciones de sacrificio, iluminando los senderos oscuros que la vida nos ha presentado. Desde las madrugadas eternas hasta las noches silenciosas, su amor ha sido una llama constante, cálida y reconfortante. En cada gesto, en cada palabra, se revela un compromiso inquebrantable, un amor que ha trascendido las fronteras del tiempo. Su paciencia, tan vasta como el horizonte, ha sido la fuerza que ha sostenido la unidad entre hermanos. En los momentos de enfermedad y debilidad, sus cuidados han sido como un bálsamo, curando heridas invisibles con un toque maternal.

En el jardín de su vida, han florecido no solo las rosas de la alegría, sino también las espinas de la pérdida. Elizabeth, nuestra recordada ‘Chabelo’, una mujer siempre niña, fue la primera en partir a su cielo eterno. Bernardo, hermano excepcional, se nos fue abruptamente en un triste amanecer en sus 60 años. Y Jesús Emiro, nuestro hermano sacerdote, se fue al encuentro con su amada la Virgen María en advocación de ‘La Divina Pastora Corredentora de la Humanidad’. Estos nombres resuenan en la vida de mi madre como los momentos más tristes de su existencia. Cada despedida ha sido una prueba de su capacidad para soportar y una demostración de valentía para enfrentar el dolor con la cabeza en alto. La muerte ha sido una sombra constante, pero su luz interior ha persistido, iluminando el camino incluso en los días más oscuros.

El año 2023 ha dejado una huella en su cuerpo, como fruto de una bendita caída que resultó con fractura de su brazo derecho; esto es una metáfora de la fragilidad humana. Sin embargo, más allá de las heridas visibles, está el tormento de la memoria que se desvanece. Hay momentos en que no recuerda a su hijo sacerdote, —el más consentido—. Y pregunta: ¿Nena, y quien es él? Mi hermana le responde: ¡Mamá, no recuerda a Jesús Emiro! Él es su hijo sacerdote que murió y está en el cielo. De pronto, reacciona y vuelven a su memoria los recuerdos, lo llora nuevamente y venera su fotografía. ¡Hay mijito lindo! Ese es el día a día de mi mamacita linda, son como ciclos de nuevos amaneceres. Todos estos lapsus me llenan de incertidumbre y la inquietud se apodera de mi corazón. Pero mi mamá se ve rozagante aunque hayan instantes en que la neblina de la confusión la trasladen a lugares diferentes, siempre el amor y la paciencia persistirán. Sus ojos pueden olvidar, pero su corazón, forjado por décadas de amor maternal, sigue latiendo con la fuerza de un sentimiento inmortal.

Mamacita, tu piel es un poema, una historia grabada por los años de risas compartidas y lágrimas derramadas. En cada una de las canas que adornan tu cabello, reside la sabiduría acumulada a lo largo de una vida repleta de experiencias. Tu existencia no es solo un testamento de los años vividos, sino una narrativa de amor, paciencia y fortaleza.

En la encrucijada entre el pasado y el futuro, mi madre emerge como una figura atemporal, su luz brillando incluso cuando el sol de la vida comienza a declinar. Su legado es más que una huella en el tiempo; es un eco eterno de amor y paciencia que resonará en la familia Claro Torrado a través de las generaciones que vendrán.

Para mi madre con todo mi amor.

Luís Mariano Claro Torrado
Diciembre de 2023 — Bucaramanga 

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