En la Casa Bella Vista, cuna de nuestros ancestros, recostada al pie de la meseta que hace parte del Área Natural Única ‘Los Estoraques’ en la Vereda La Rosa Blanca, donde el viento mima los sueños y el tiempo parece detenerse.
Cierto día llegó un equipo novedoso y extraordinario que se convirtió en el alma de nuestra vecindad. La Radiola marca "Nivico" con su estructura de madera brillante era mucho más que un equipo; parecía un cofre mágico que contenía los secretos de la felicidad. Cada detalle—desde el tocadiscos de Long Play hasta los botones dorados que susurraban promesas de momentos inolvidables—irradiaba una energía especial. No era simplemente una Radiola, era un portal mágico que abriría las puertas a un mundo de melodías y emociones, un vínculo que unía generaciones en una sinfonía interminable.
Eucaris, mi hermana en un impulso genuino se la compró a Raúl Carrascal Vega, esposo de nuestra querida hermana Graciela Claro Franco —Chela—. Raúl era un hombre muy trabajador, un comerciante innato, que le encantaba sorprender a sus clientes con productos exclusivos, de excelente calidad y novedosos.
Eucaris con su espontaneidad y alegría, decidió invertir su primer sueldo como profesora en la Escuela Rural de la Vereda El Carrizal. Ese gesto, sencillo en apariencia, pero cargado de significado, transformó nuestra vida cotidiana, llenando nuestra casa y a toda la vereda de una magia sonora.
La llegada de la Radiola marcó un antes y un después en nuestra familia Claro Torrado. Mi papá, conocido por su temperamento fuerte y sus frases afiladas, no tardó en soltar su opinión:
—“¡Ahora sí nos jodimos! Van a convertir la casa en un burdel con este totuco.”
Eucaris, con la serenidad y calidez que siempre la caracterizan, respondió con una sonrisa apacible:
—“No, papá, esto es para darle vida a nuestras reuniones familiares y compartir con los amigos.”
Él, simulando resignación, pero con un destello de aprobación en su mirada, replicó:
—“Bueno, ahora sí con lo cambimbera que sos y con plata, ya se fue pal’carajo la tranquilidad. Échele candela pa’ ver si suena.”
La Radiola, con su imponente sonido, cada acorde que salía de sus parlantes mágicos tocaba fibras profundas, despertando emociones que ni sabíamos que llevábamos dentro. Su llegada marcó el renacer de nuestra casa, que se transformó en el corazón palpitante de la familia y la vereda.
Cuando el primer acorde vibró en sus parlantes, fue como si un soplo de vida inundara cada rincón de La Rosa Blanca. Las reuniones familiares adquirieron un significado profundo, y el aire, impregnado de música, cruzaba montañas y quebradas, acariciando los sueños de quienes la escuchaban.
Los fines de semana, nuestra sala se transformaba en un salón de baile improvisado. Las melodías de grandes orquestas llenaban el espacio, envolviendo a todos en una alegría contagiosa. Los ritmos chispeantes de Los Hispanos con Rodolfo Aycardi nos hacían vibrar:
“Adonay, ¿por qué te casaste, Adonay? Adonay, ¿por qué no esperaste, mi amor? Adonay, por ti se forjó mi pasión por ti corre siempre veloz la sangre de mi corazón”.
Luego llegaban las canciones de Los Relicarios, cuya poesía melancólica parecía hablarnos al oído:
“Métale candela al monte y que se acabe de quemar un amor cuando se aleja, no se debe recordar. Ya mi china se me fue, yo no sé si volverá Ya mi china se me fue, yo no sé si volvera.
¡Ah! En Navidad, la magia de la Radiola alcanzaba su máxima expresión, iluminando nuestras almas con una calidez especial. Mi padre, un hombre de carácter firme, pero con un corazón entrañable, esperaba cada fin de año con mucha ilusión y alegría por recibir a sus hijos mayores. Efraín y Adolfo, los pilares de la celebración, llegaban cargados de licores, comida y, sobre todo, la inquebrantable disposición de acompañar a su viejo.
Sin embargo, el momento culminante era la llegada de Lisandro, el nieto predilecto. Cada 31 de diciembre, su presencia se anunciaba con una sonrisa que podía iluminar la noche más oscura. Con su energía desbordante, corría a los brazos de mi padre, fundiéndose en un abrazo que trascendía el tiempo y las generaciones. En ese gesto, parecía encapsularse todo el amor y la conexión que definían a nuestra familia: un vínculo eterno que la música de la Radiola, como testigo fiel, convertía en un recuerdo inolvidable.
Lisandro y mi hermano Bernardo compraban la mejor pólvora, convirtiendo la noche de Año Nuevo en un espectáculo de luces y emoción. Cada cohetón lanzado al cielo iba cargado de buenos deseos y, entre gritos de “¡Viva papá Juancho!”, nuestra casa vibraba con una alegría que parecía eterna.
“Las campanas de la iglesia están sonando Anunciando que el año viejo se va La alegría del año nuevo viene ya Los abrazos se confunden sin cesar Faltan cinco pa' las doce El año va a terminar Me voy corriendo a mi casa A abrazar a mi mamá…”
Eran momentos únicos e irrepetibles que se prolongaban hasta el amanecer, cuando la luna se ocultaba, cedía su lugar al sol. En cada acorde de la Radiola, en cada risa y en cada abrazo, había un eco de nuestras vidas entrelazadas, un fragmento de amor que aún resuena en lo más profundo del alma.
En cada reunión familiar, los protagonistas indiscutibles eran la Radiola y el espejo de cristal que, desde su rincón en la sala, reflejaba no solo imágenes, sino también emociones. Su superficie parecía capturar la esencia de cada momento, duplicando las risas y creando un escenario mágico donde más de un enamorado posaba discretamente para admirar a su pareja con ojos llenos de ternura.
La Radiola, más que un objeto, era el alma palpitante de nuestra cotidianidad. Sus melodías hablaban de anhelos, nostalgias y esperanzas, como un hilo invisible que tejía los recuerdos que nos definían y, al mismo tiempo, nos unían. En cada nota que vibraba en el aire, había una promesa de eternidad, un eco que aún resuena en lo más profundo de nuestros corazones.
La brisa fresca de Aspasíca entraba por las ventanas de madera, enfriando el aire, pero nunca nuestro entusiasmo. Entre risas y canciones, mis hermanos improvisaban coros que llenaban de vida cada rincón de la casa. Las noches eran un mosaico de juegos bajo la luna, travesuras y relatos al calor de una botella de aguardiente Extra o de Bolegancho, ese licor artesanal que calentaba no solo los huesos, sino también el corazón.
Incluso mi padre, con su figura quijotesca y humor sarcástico, sucumbía al poder de la música. “¿Y dónde están los músicos?”, preguntaba con picardía. Pero siempre terminaba uniéndose a las parrandas, dejando que su espíritu vibrara al compás de esas notas que llenaban nuestras noches de alegría.
Hoy, al cerrar los ojos, los recuerdos de aquellos días vuelven con una claridad que conmueve. La Radiola "Nivíco" no solo llenó nuestra casa de música, sino que impregnó nuestras vidas de amor, unidad y valiosas enseñanzas. En el rincón de la sala, el espejo de cristal reflejaba risas y miradas cómplices, duplicando la alegría del momento.
Gracias a la Radiola, aprendimos a bailar, soñar y descubrir que la música tiene el poder de transformar lo cotidiano en algo extraordinario.
Fue mi sobrina, Esperanza Pérez Claro, la profesora que me enseñó a bailar. Juntos, al ritmo de aquellas canciones inolvidables, construimos recuerdos que, como ecos eternos, permanecerán vivos en el corazón para siempre.
La Radiola no solo nos regaló música; nos regaló un pedazo de su alma. Hoy, la Vereda La Rosa Blanca sigue cantando, como si el tiempo hubiera decidido detenerse. El tún, tún, tún de la inolvidable "Nivico" aún resuena en el aire, acariciando los sueños de quienes tuvimos la dicha de vivir aquellos días. Cada melodía es más que una nota: es un testigo inmortal de nuestra fraternidad, amor y alegría. Es un susurro que nos recuerda que, mientras haya música en el alma, los momentos más felices jamás se apagarán. Bucaramanga, enero 2 de 2025
Luís Mariano Claro Torrado
Bucaramanga, diciembre 28 de 2024
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