En los rincones verdes de una vereda donde el tiempo y las historias no solo se cuentan: se viven. Así era con mi padre, Juan Nepomuceno Claro Bayona a quien los nietos le decían, Papá Juancho. Era un hombre de andar erguido, espigado como los maizales que cultivaba, trabajaba incansablemente con la esperanza de forjar un futuro para sus 20 hijos. Dos historias marcaron nuestras vidas como cicatrices imborrables en la memoria de la familia: la búsqueda de la mítica Múcura y el día en que Bernardo, con su mente inquieta, afirmó que en "El Saque" había petróleo. Esa tarde, mientras la brisa fría que viene de Aspasíca jugueteaba con las hojas de maíz, la rutina de nuestra casa se quebró por un evento inesperado.

Bernardo, mi hermano mayor, llegó corriendo desde el patio. Sus mejillas estaban encendidas, pero no por el calor ni el juego, sino por un miedo genuino, aunque tal vez infantil. Se plantó frente a mi padre, quien en ese momento estaba afilando su machete bajo la sombra de un árbol, y con voz temblorosa dijo:

—¡Papá, tengo miedo!

Mi padre dejó el machete de lado y lo miró con ternura. A pesar de ser un hombre severo, no podía resistirse a los ojos angustiados de uno de sus hijos. Se agachó, lo tomó por los hombros y le habló con calma:

—¿Qué pasa, hijo? No te preocupes, aquí estoy yo para protegerte.

Bernardo tragó saliva, como si buscara las palabras correctas, y luego soltó una frase que llenó el aire de una tensión eléctrica.

—Es que... escucho voces, papá. Voces que me dicen que debo sacar la Múcura.

Su mentira, tan piadosa como audaz, transformó el aire de la casa en una mezcla de misterio y expectativa. La idea de un tesoro escondido —la famosa Múcura llena de morrocotas— prendió como fuego en la mente de mi padre. Creyó con devoción que su hijo había sido elegido por las almas de nuestros antepasados para liberar el oro y, con él, nuestra suerte y el descanso del alma en pena.

Un silencio pesado cayó sobre todos en la casa. Mi padre levantó la vista hacia la vieja casa de atrás, aquella que había resistido las lluvias, los vientos y el tiempo, pero que ahora parecía estar cargada de secretos. En el pueblo siempre se había hablado de esa casa como un lugar donde las almas de los antepasados aún deambulaban. Mi padre, aunque práctico y trabajador, era un hombre supersticioso. Ese día, decidió que su hijo era especial.

—¡Bernardo! —exclamó con emoción y reverencia—. El abuelo Juan Claro Arenas te ha escogido. Tú eres el elegido para encontrar el tesoro.

La casa vieja era un lugar que parecía vivir en un tiempo diferente. Sus paredes de tapia pisada estaban cubiertas de musgo, y las vigas de madera crujían como si quisieran hablar. Allí había vivido don Juan Claro Arenas, mi bisabuelo, un hombre de historias enigmáticas, dueño de casi toda la Vereda La Rosa Blanca y quien después de vender parte de sus tierras, decidió guardar en una olla de barro todas las morrocotas recibidas y en un pacto de honor, no quiso contarle a nadie donde las había escondido. Uno de sus hijos, Camilo Claro Velásquez, mi abuelo, quien según las leyendas locales también había intentado encontrar el tesoro y con tan mala suerte que terminó sus días sumido en una depresión que solo tuvo alivio, después que sus hijos don Ramón y don Camilo Claro Bayona —Mis ilustres tíos— pagaran la promesa de caminar desde la Playa de Belén hasta el Santuario de la Virgen de Chiquinquirá, en el Departamento de Boyacá. Pero también decían que quien quisiera encontrarla debía pagar un precio muy alto, porque las almas que custodiaban el tesoro no lo entregarían fácilmente.

Las noches se llenaron de murmullos. Se escuchaban pasos donde no había nadie, puertas que se abrían con el viento, y en ocasiones un aroma a tabaco flotaba en el aire, como si el bisabuelo Juan Claro Arenas estuviera allí, vigilando. Mi padre estaba convencido de que las voces que escuchaba Bernardo eran una señal divina. Bernardo, con su nuevo estatus de elegido, pasó a ser el centro de atención.

Con el rumor de la Múcura corriendo como pólvora en la vereda, empezaron a llegar personajes extraños. Uno de ellos, un hombre con un sombrero negro y ojos amarillos se presentó como "el conocedor". Traía consigo un péndulo que colgaba de una cadena de plata. Lo movía en círculos sobre el suelo, asegurando que sentía la energía del tesoro. Otro, más excéntrico, llegó con una vara de mimbre finamente diseñada y frascos llenos de azogue.

Decían que podían encontrar el tesoro, pero que había que seguir un ritual. Eran tan convincentes que decían que tenían el poder de encontrar el oro e incluso de evitar la maldición de las almas custodias de la Múcura.

Mi padre, seducido por la posibilidad, aceptó sus consejos. Una noche de luna llena, bajo un cielo tachonado de estrellas, se realizó una ceremonia. Encendieron velas en los rincones de la casa vieja y derramaron una mezcla de aceites y sal sobre el suelo. Bernardo, con su rostro iluminado por la luz parpadeante de las velas, estaba en el centro de todo. Parecía un profeta en medio de un templo.
—Cierra los ojos, hijo —dijo el hombre del péndulo—. Escucha las voces y déjate guiar.

Bernardo cerró los ojos, y el silencio se volvió denso, como si el aire mismo contuviera un secreto. Las horas pasaron y no se escuchó ni una palabra por parte de Bernardo porque estaba tan asustado, que ni él mismo tenía certeza de su gran mentira.

Los días se convirtieron en semanas, y mi padre, mi hermano mayor Juan Abel y Bernardo trabajaron sin descanso. Con picos, palas y azadones hicieron una cueva debajo de la casa vieja, seguros de que cada golpe de azadón los acercaba al tesoro. Pero una tarde, mientras el sol ardía en lo alto, Juan Abel se detuvo repentinamente.

—¡Salgamos de aquí! —gritó con una voz que no admitía réplica—. ¡Esto se va a caer!

Salieron corriendo justo a tiempo. La cueva colapsó detrás de ellos, dejando una nube de polvo que se alzó como un fantasma. Mi padre, con las manos temblorosas, se santiguó.

—Nos salvamos de milagro —dijo, mirando el cielo—. Esto es una señal. No debemos insistir.

Bernardo, consciente del peso de sus mentiras, murmuró:
—“¡Ya no escucho las voces!”

Mi padre compungido dijo:

—“Que vaina tan jodida. Esto se fue pa’el carajo… ¡Bendito sea Dios que hay Dios!”

Con el paso del tiempo, las voces se apagaron y la ilusión de la Múcura quedó enterrada junto con los escombros de la casa vieja. Pero los rumores no cesaron. Una mañana, alguien pasó por la carretera y contó que un ‘Carreterano’ desconocido había encontrado la olla de barro llena de morrocotas. Decían que, a los pocos días de haber encontrado el tesoro, el Carreterano murió de una forma horrible sin poder disfrutar de las morrocotas.

La casa vieja se convirtió poco a poco en ruinas, sólo queda el recuerdo, el viento y la maleza son testigos mudos de los secretos de nuestro linaje. Cuando visito mi casa paterna, me sumerjo en la nostalgia y en la brisa fría escucho un susurro, una voz tenue que dice:

—La Múcura sigue esperando solo en la imaginación de tu hermano Bernardo.

El tiempo pasó, pero Bernardo, con su mente siempre inquieta y en movimiento, encontró una nueva forma de poner en marcha la imaginación de la familia. Fue un día cualquiera cuando, en medio de sus andanzas por "El Saque" —el punto de donde brota el agua cristalina que ha alimentado nuestras vidas por generaciones—, regresó con la mirada iluminada por un descubrimiento.

—¡Papá! —dijo, con la emoción contenida pero vibrante—. ¡Encontré petróleo!

Papá Juancho, aunque más cauto tras la experiencia con la Múcura, no pudo evitar imaginar la posibilidad. ¿Y si Bernardo tenía razón esta vez? El olor a querosén en la muestra que el muchacho trajo era innegable. Pero más allá de la evidencia olfativa, fue la esperanza lo que nuevamente lo impulsó. Sin embargo, esta vez no hubo rituales ni visitas de extraños. En lugar de eso, mis hermanos mayores, Efraín y Adolfo, se dejaron llevar por la emoción momentánea y tomaron la muestra para buscar negociar "las regalías" con el gobierno.

La historia, no tardó en derrumbarse. Un vecino amigo de la Morisca, reconocido contador de historias, con cierta mordacidad y sin duda, con más sentido común que todos nosotros, lanzó un comentario que terminó por desmontar el castillo imaginario de Bernardo:

—No sean tan ilusos de creer en esa mentira tan grande. Eso es querosén, un derivado del petróleo. ¿Qué quieren hacer creer? ¿Que lo encontraron ya refinado? ¡No sean tan inocentes!

El comentario, aunque hiriente, trajo consigo la risa amarga de la verdad. La mentira de Bernardo, tan mal diseñada como la primera, se desinfló, pero no sin dejar otra huella en nuestra historia familiar.

"La Múcura de Papá Juancho", como llamamos a esas historias de esperanza y desencanto, se convirtió en un recordatorio constante de la mezcla de sueños, luchas y fantasías que definieron nuestra vida en aquella vereda. Cada mentira de Bernardo, desde las voces que lo guiaban al oro hasta el petróleo refinado de "El Saque", parecía encarnar una verdad más grande: la necesidad humana de creer, de buscar una salida en medio de las dificultades.

Papá Juancho nunca reprochó a Bernardo por sus inventos. En el fondo, creo que disfrutaba de la ilusión, de esos momentos en los que la vida se llenaba de posibilidades. Incluso cuando los sueños se desmoronaban, había algo valioso en ellos: una señal de esperanza que nos hacía olvidar, aunque fuera por un momento, las duras realidades de la vida.

Hoy, mientras contemplo el atardecer de este domingo 5 enero de 2025, desde mi estudio en Bucaramanga, mi mente viaja a esa imponente araucaria que se alza en el patio de nuestra casa paterna. Me gusta pensar que Papá Juancho sigue allí, en ese rincón donde se encuentran el esfuerzo y el ensueño. Siento que, de alguna manera, las almas de nuestros antepasados sonríen al evocar nuestras aventuras, nuestras ilusiones y nuestras risas, cargadas de una mezcla de vergüenza y nostalgia. Porque, al final, no era la Múcura ni el petróleo lo que buscábamos. Lo que realmente anhelábamos era algo más profundo: la certeza de que, por más dura que sea la vida, siempre habrá algo por lo que soñar.

Y en esas ilusiones y fantasías de Bernardo, también encontré un camino hacia mi propio futuro. Fue él quien, más allá de su imaginación desbordante, mostró un corazón generoso al ayudarme económicamente en mis estudios para obtener mi título profesional en Economía y Administración. Por eso esta crónica es para él, mi hermano y mi amigo, cuya vida nos enseñó que soñar, aunque a veces implique tropezar, es la única manera de seguir adelante.

Luís Mariano Claro Torrado
Bucaramanga Enero 5 de 2025  
Lmclaro43@gmail.com /Ceborucos58@gmail.com